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Hace 140 años moría Fiódor Dostoyevski

Vasili Perov, "Retrato de Dostoyevski", 1872

Vasili Perov, "Retrato de Dostoyevski", 1872

Hoy, 9 de febrero, se cumplen 140 años del fallecimiento de Fiódor Dostoyevski. Nacido en Moscú el 11 de noviembre de 1821, y fallecido en San Petersburgo el 9 de febrero de 1881, fue uno de los principales escritores de la Rusia zarista, cuya literatura explora la psicología humana en el complejo contexto político, social y espiritual de la sociedad rusa del siglo XIX.

Friedrich Nietzsche se refirió a él como “el único psicólogo, por cierto, del cual se podía aprender algo, es uno de los accidentes más felices de mi vida”. Y José Ortega y Gasset escribió: “En tanto que otros grandes declinan, arrastrados hacia el ocaso por la misteriosa resaca de los tiempos, Dostoyevski se ha instalado en lo más alto”.

Aquí dos breves fragmentos de su novela El idiota (1869):

[…] “Un hombre que es asesinado por unos bandidos de noche, en un bosque, o algo por el estilo, tiene hasta el último momento la esperanza de salvarse. Ha habido casos en que un hombre a quien le han cortado el cuello tiene esperanza todavía, o sale corriendo, o pide que se apiaden de él. Pero en este otro caso, por el contrario, esa última esperanza, que permite que la muerte sea diez veces menos penosa, es eliminada con toda certeza: la sentencia está ahí, y la horrible tortura está en que sabes con certeza que no te escaparás, y no hay en este mundo tortura más grande que ésa. Lleve a un soldado a una batalla, póngale delante de un cañón y dispare, y él seguirá teniendo esperanza; pero si a ese mismo soldado se le lee una sentencia de muerte cierta, se volverá loco o romperá a llorar. ¿Quién dice que la naturaleza humana puede soportar esto sin perder la razón? ¿A qué viene tamaña afrenta, cruel, obscena, innecesaria e inútil?”

[…] “El hombre del que hablo fue conducido un día al cadalso con otros condenados, y le leyeron la sentencia que le condenaba a ser fusilado por crimen político. Veinte minutos más tarde se le notificó el indulto y la conmutación de su pena. Los tres primeros fueron conducidos y atados a los postes; sabía de antemano en lo que pensaría: toda su ansia era imaginarse, con la mayor rapidez y claridad posibles, como sería aquello: en aquel instante vivía y existía; en tres minutos qué cosa sucedería […] Pero confesaba que nada le fue más penoso que este pensamiento: Si no muriese. Si me devolviesen la vida. ¡Qué eternidad se abriría ante mí! Transformaría cada minuto en un siglo de vida; no despreciaría ni un solo instante y llevaría cuenta de todos los minutos para no malgastarlos.”

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