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Opinión

“Déjala por este año todavía…”

1En aquel mismo momento llegaron algunos que le contaron lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. 2Les respondió Jesús: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? 3No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. 4O aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén? 5No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo”. 6Les dijo esta parábola: “Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. 7Dijo entonces al viñador: ‘Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala; ¿Para qué ha de ocupar el terreno estérilmente?’ 8Pero él le respondió: ‘Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, 9por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas’”.

 [Evangelio según san Lucas (Lc 13,1-9) —3er domingo de Cuaresma—]

El texto evangélico que la liturgia de la palabra nos presenta, en este 3er domingo de Cuaresma, se centra en el tema del inexorable desenlace de la vida humana que, a nosotros —pobres mortales— no nos resulta fácil dimensionar ni asumir. Vivimos tan apegados a esta transitoria vida terrenal y a sus pasajeros brillos que, con frecuencia, nos asusta el “más allá” del cual, los creyentes, solo tenemos “signos” y “símbolos” como los que nos brinda la imagen de la nueva Jerusalén en el Apocalipsis (Ap 21,9—22,5). En efecto, Jesús se encarga de recordarnos que la muerte no es una realidad distante sino más cercana de lo que pensamos. Es una experiencia prevista, siempre al acecho, que conlleva la idea de un juicio personal ante el Creador. A partir de dos casos, de la vida ordinaria, el maestro subraya también —dos veces— que “todos pereceremos” de uno u otro modo, como perecieron los anónimos personajes cuyas vidas experimentaron un abrupto fin según maneras no previstas (Lc 13,3b.5b).

El episodio tiene lugar inmediatamente después de las instrucciones de Jesús sobre la reconciliación con el contrincante con el cual es necesario hacer las paces antes de que sea tarde. La falta de precaución y la dilación del problema tomarán desprevenido al ofensor en su comparecencia ante el juez cuyo juicio se vislumbra implacable (cf. Lc 12,57-59). Este suceso confiere a nuestro texto (Lc 13,1-9) una nota de incisiva gravedad.

Mientras la gente escuchaba las instrucciones del Maestro, se presentan unos desconocidos a contarle lo que acaba de suceder con unos galileos asesinados por Pilato (Lc 13,1). El hecho brinda a Jesús una ocasión para hacer unas observaciones sobre la “culpabilidad” de los galileos —y también de los habitantes de Jerusalén, que él añade por su cuenta— y para hacer una llamada a la conversión y al arrepentimiento (Lc 13,2-5). A estas recomendaciones genéricas, adiciona una parábola sobre una higuera estéril para exhortar a su auditorio a que se esfuercen por enmendar a tiempo (Lc 13,6-9). El asesinato de los galileos, la muerte accidental de dieciocho personas aplastadas por la torre de Siloé y la parábola de la higuera estéril son exclusivas del Evangelio de Lucas.

En el informe presentado por los desconocidos, se menciona el gesto brutal de Pilato. Este habría mezclado la sangre de los galileos con la sangre de los animales ofrecidos en sacrificio (Lc 13,1). El hecho fue considerado abominable en la conciencia popular porque el drama debió desarrollarse en el recinto sagrado del Templo. Durante las fiestas pascuales, en ocasiones, había manifestaciones que eran aplacadas con la irrupción de las tropas del gobernador romano. Lo más probable es que los soldados hayan dado muerte a algunos judíos en los recintos sacros y este entrevero entre sacrificio litúrgico y asesinato suscitó la más vigorosa reprobación contra el procurador imperial. Este hecho, acontecido en circunstancias de práctica religiosa festiva, caló hondo en el pueblo que se planteó una cuestión de teodicea, en términos concretos y dolorosos (cf. F. Bovon). Es lo que se deduce a partir de la interrogación que Jesús les plantea: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? (Lc 13,2). Hay que recordar que los diversos movimientos revolucionarios de la época, como el de los zelotes, se suscitaron en Galilea, estableciéndose en la región varios focos de resistencia contra los romanos.

Es necesario considerar que la teología rabínica establecía un nexo ineludible entre “crímenes y castigos” como si fuese una relación entre “causa y efecto”. Por eso, estos personajes innominados habrían deducido en su lógica teológica, influenciada por los maestros de Israel, que semejante muerte violenta se correspondía con la gravedad de los pecados que habrían cometido las desdichadas víctimas de las espadas romanas. Como muchos de nuestros contemporáneos, los interlocutores de Jesús tenían que pensar que Dios había condenado con aquel asesinato cruel unos pecados particularmente graves. Es posible que pensasen, incluso, en pecados ocultos que Dios les hizo pagar. Pero, en definitiva, ellos se centraban en los pecados ajenos, en los de los difuntos, y no en los suyos propios. El maestro rechaza la comparación; es decir, no acepta la lógica mecanicista de la falta y del castigo correspondiente. Él les encarará con sus propios pecados.

Hay que sostener que Jesús no niega la culpabilidad de los galileos ni la de nadie, pero se niega a declarar la muerte violenta como consecuencia de una supuesta culpa mayor. El fin trágico que han sufrido aquellos desdichados hombres no es consecuencia de una mayor gravedad de sus transgresiones. En realidad, él no piensa en el origen de la desdicha, sino en el porvenir de los vivientes. Rechaza una “escala” de pecados relacionados con “resultados fatales merecidos”. Es decir, se opone a una concepción de la justicia divina ciega y cruel. El “Dios” que nos presenta Jesús es un Dios que entra en diálogo con los hombres. Por eso, el creyente está llamado a reconocer sus errores, sus fallos y experimentar un proceso de cambio, de metánoia; y puede arrepentirse y convertirse.

A pesar de su propio origen galileo, Jesús no apela a sus sentimientos patrióticos, lanzándose a una crítica despiadada contra el petulante gobernador romano; en vez de eso, aprovecha ese incidente para invitar a su auditorio a un verdadero arrepentimiento y a la conversión. Enfrenta a sus interlocutores con sus propios pecados. Les cambia el punto de vista. Su intervención es profética porque integrando la información recibida, la aprovecha para formular una advertencia. Su argumentación es bien nítida: Los galileos asesinados no pagaron con esa muerte tan dramática un pecado mayor que el de sus compatriotas; lo que se deduce del hecho es que una muerte repentina tiene que hacer reflexionar a los vivos e incitarlos a arrepentirse y a reformar su vida, es decir, a aceptar con fe la palabra salvífica de Dios, que él mismo ha venido a proclamar. En consecuencia, Jesús plantea un desplazamiento intelectual y espiritual. Invita a abandonar el cómodo asiento del “palco” —desde donde se observa lo que ocurre en el “escenario” de forma neutral— y a trasladarse a la zona de los tejemanejes, detrás del recinto del teatro de la vida, donde se articula la velada.

Y, sacando partido de ese acontecimiento, Jesús pone en paralelismo el asesinato cruel de los galileos con el accidente que sufrieron dieciocho habitantes de Jerusalén cuando se derrumbó sobre ellos una torre de las antiguas murallas, cercana a la piscina de Siloé. Puede ser que aquellas personas no fueran más culpables que los anteriores —los galileos— o que los demás habitantes de Jerusalén; sin embargo, también fueron sorprendidos por una muerte repentina (Lc 13,4-5). Una vez más la actitud de Jesús es aquí liberadora, pues rompe el encadenamiento entre pecado y pena que se creía inexorable. Transforma la imagen de Dios que pierde en “omnipotencia” y gana en “bondad”. Transforma la imagen del Dios lejano e inquisidor en un Dios cercano y cariñoso, un Dios que invita y espera, un Dios que se hace vulnerable.

Jesús advierte no porque Dios sea especialmente severo o intransigente sino porque sin él no hay vida posible. De hecho, la muerte puede presentarse en el momento más imprevisto, como les sucedió a las víctimas de la crueldad de Pilato o a los que sucumbieron bajo los escombros de la torre de Siloé. En cualquier momento, incluso “esta misma noche” (cf. Lc 12,20), puede Dios “reclamarnos la vida” para someterla al ineludible y definitivo examen. Si el ser humano no emprende la marcha existencial de la conversión, se perderá. Ahora bien, al arrepentirse, comprenderá que su suerte no depende de su pecado, sino del perdón de Dios. Arrepentirse y creer no significa evitar la muerte y el juicio, sino encarar la muerte de un modo distinto y presentarse con confianza ante el juicio de Dios. Esta es la condición humana.

Después de los dos casos abordados, Jesús planteó a sus interlocutores una parábola que gira en torno a la “higuera estéril” (Lc 13,6-9). El maestro recurre a un sencillo ejemplo tomado de la actividad del campesino israelita que se dedica a la agricultura. La higuera, como suele suceder, está plantada en medio de una viña. El profeta Miqueas alude a esta planta frutal como uno de los tantos signos del reino futuro: “Se sentará cada cual, bajo su parra y su higuera, sin que nadie le inquiete, ¡Yahwéh Sebaot!” (Miq 4,4).  En la tradición bíblica veterotestamentaria, la “higuera” es uno de los símbolos del pueblo de Israel o de la tribu de Judá (cf. Os 9,10; Miq 7,1; Jer 18,13; 24,1-10).

El maestro habla de la “viña de un hombre”. Este fue a su huerto a buscar fruto y no lo encontró. El relato demuestra disgusto y contrariedad que, al final, desemboca en una reacción (cf. Lc 3,9). La higuera es doblemente culpable, pues no solo no produce frutos que el dueño esperaba, sino que, además, empobrece la tierra porque sus raíces succionan los minerales del suelo. En consecuencia, es inútil e inservible. Por eso, es comprensible la decepción del propietario y su intención resulta perfectamente razonable. Con su planta no se cumple lo que el autor de los Proverbios formula con certeza: “El que cuida su higuera comerá sus frutos” (Prov 27,18).

En medio de la desazón del propietario aparece la figura del “viñador”, un referente de rango inferior al dueño. Se presenta con el perfil de un “mediador” entre el amo y la higuera improductiva. El hombre decepcionado habla sobre los “tres años” que viene al huerto buscando fruto en la higuera y, en tanto tiempo, no lo ha encontrado. La frustración eleva su ánimo y la desilusión le induce a tomar una drástica medida. Con tono imperativo, ordena al viñador que destruya la planta: “¡Córtala!”, le dice. En uno de los papiros griegos (el Códice “D”) se inserta la expresión “trae el hacha” que se antepone a la orden de cortar. Esta versión plantea una perspectiva aún más sombría. Con una pregunta retórica —que no espera respuesta alguna— fundamenta la inutilidad de tener una higuera estéril: “¿Para qué, además, va a ocupar el terreno inútilmente?” (Lc 13,7c).

De hecho, la higuera no es una planta ornamental que sirva para adornar o embellecer un jardín ni tampoco es un árbol frondoso que sea útil para dar sombra y respiro a quien se cobije bajo sus ramas. La higuera es una planta frutal. Se la cultiva para que dé fruto y si no tiene la capacidad de proveer el higo a quien lo ha cultivado, su destino está sellado: Debe ser suplantada por otro árbol que provea su sabroso producto a su tiempo.

Los “tres años” que menciona el propietario es interpretado por algunos en referencia al período del ministerio público de Jesús. Pero, hay que decir, al respecto, que esa duración es absolutamente desconocida en la obra de Lucas. En todo caso, el eventual trienio de la predicación de Jesús se puede deducir a partir de los datos del cuarto Evangelio atribuido al apóstol Juan, hijo de Zebedeo. No hay que descartar que el tema de la numerología en las Sagradas Escrituras adquiere, en general, un valor no cuantitativo sino cualitativo y, de ordinario, asume una significación simbólica con su respectiva dimensión teológica.

Ante el imperativo de destruir la planta, interviene el viñador, responsable del cuidado de las plantaciones que, según parece, representa a Jesús que intercede por los hombres ante el Padre: “Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas” (Lc 13,8-9). Lo que mueve al viñador no es su optimismo natural, sino, como en Is 5,1-7, su cariño a sus árboles y a su viña, un afecto frecuentemente testimoniado y muy comprensible cuando se sabe el tiempo y las fatigas que se necesitan para cultivar árboles frutales.

El pedido se formula en tono de súplica al propietario al cual se solicita una prórroga, “un año más”, es decir, un tiempo considerado razonable para dar una nueva oportunidad a una planta improductiva. En la reflexión del viñador, la planta no tiene toda la culpa porque, tal vez, no se trata de la calidad del arbusto sino de los trabajos agrícolas e ingredientes necesarios como “remover la tierra” y “echar abono” que podrían incentivar la producción del fruto deseado. Por su puesto, concorde con el patrón, si en la prórroga concedida no se logra el objetivo, el viñador está conforme con que la planta sea cortada.

En fin, el sentido de la parábola pone de relieve la fragilidad de la existencia humana y las circunstancias críticas que la rodean. En primera instancia, la higuera tiene que morir en razón de que no fructifica, porque no es más que un parásito. Se puede notar que “el pecado más grande”, en realidad, consiste en la dilación: En postergar y postergar, una y otra vez, la toma de decisión para poner en movimiento una nueva vida, un nuevo impulso. Dejarse llevar por la propia inercia, por el egoísmo y el acomodo lleva inexorablemente al peligro del fracaso definitivo. La culpabilidad que brota de los continuos aplazamientos y de la falta de decisión personal es verdaderamente grave; mucho más que la que se pueda suponer en una muerte violenta o en un accidente inesperado.

El mensaje de la parábola insiste en que ya se ha concedido la última oportunidad para poner fin a la pereza y a las incesantes demoras y transformar esa actitud en verdaderos frutos de conversión.

En segunda instancia, después de todos los esfuerzos, tras la paciencia decepcionada del propietario y la interacción activa del viñador, ¿cuál será el resultado? Si no hay frutos, ¡que actúe el hacha! La esperanza asoma tras un fondo de riesgos. La expresión final es tan tajante como el filo del hacha: “Si no, la cortarás”. Depende solo del árbol que no caiga bajo los hachazos.

Es verdad: A pesar de la obstinación permanente, todavía queda —sin embargo— un período abierto a la gracia antes de la manifestación definitiva; pero no se puede olvidar que el tiempo es limitado y corre sin detenerse.

1 Comment

1 Comentario

  1. fredy

    23 de marzo de 2025 at 13:43

    Excelente la liturgia, la cual nos enseña que debemos ser productivos en el camino del Dios Padre, las oportunidades de producir(cambiar) se dan consecuentemente a través del tiempo, pero llegara el momento de la cosecha (cambio) en que seremos vistos por tal producción; aquel que no supo producir será cortado.
    La demostración de un Jesús mediador ha enfatizado notablemente la parábola, conllevándola a la reflexión personal del lector.

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