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Opinión

Derechos humanos: cuestión de conciencia

POR Esther Prieto
Jurista, especialista en Derechos Humanos por la Universidad de Estrasburgo.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada en 1948 en el seno de las Naciones Unidas, dirige un claro mensaje a los países del mundo al afirmar que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.  Más relevante aún es su segunda cláusula, que afirma: “y dotados como están de razón y conciencia deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Empezaba entonces la era de los derechos humanos y se incorporaba una nueva rama en las ciencias jurídicas y sociales, superando el predominio del derecho clásico vigente hasta ese momento. La palabra fraternidad indica que los derechos humanos deben originarse en la persona misma, en nuestra conducta hacia los otros seres humanos. En este sentido, es imposible separar el concepto y la buena práctica de los derechos humanos de los comportamientos culturales ligados a la igualdad, la libertad y el derecho a la felicidad.

Sin embargo, después de más de 70 años de la declaración se tiende a colocar el tema de los derechos humanos en un compartimento estanco, como si fuera una herramienta exclusiva de las ciencias jurídicas. De este modo se ha limitado su rol genuino, dejando oculto su hermoso mensaje para toda la humanidad, de compromiso de y con todos los seres humanos, sin excepción, como lo sustentan sus antecedentes y la razón de su instalación en la esfera de la filosofía humanitaria luego de los tormentos padecidos durante la Segunda Guerra Mundial.

Tal vez esta tendencia se ha extendido a raíz de que los derechos humanos surgieron en un momento histórico de opresión en gran parte de los países y, por primera vez, las víctimas contaban con la posibilidad de un recurso supraestatal a través de la jurisdicción internacional. Las Naciones Unidas tendían la mano con la Comisión de Derechos Humanos como una instancia de garantía y, por vez primera, se obligaba a los estados, como deber moral, a cumplir con los mandatos de la normativa internacional de los derechos humanos.

En realidad, por este motivo, la buena práctica de los derechos humanos se debe instalar en la cultura de la gente, lo que exige una paciente construcción en la conciencia colectiva para constituirse luego en política pública eficaz del Estado. Y, más aún, si los gobernantes no conocen la importancia y la dimensión holística de este vocablo compuesto, derechos humanos, tienden a convertir al Estado en violador de los derechos ciudadanos o se exponen a transgresiones a estos derechos, como en el reciente caso de un parlamentario que pretendió reinstalar la pena de muerte en el Paraguay, tal vez porque nunca leyó la Convención Interamericana de los Derechos Humanos ratificada por nuestro país hace más de 30 años, que impide el retorno de la pena de muerte una vez que ha sido abolida.

En países donde se reconoce que la cuestión de derechos humanos es brazo fundamental de los valores culturales, esta materia se introduce en la enseñanza de la escuela. Los fundamentos de estos derechos son compartidos en forma pedagógica desde la primera infancia, de modo que los niños y las niñas crecen con la incorporación de esta responsabilidad social integrada en su cultura, en su propio estilo de vida. En estos países se cerraron las cárceles. Ese es el ideal al todos los pueblos y naciones deberían aspirar.

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