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Opinión

Los dos “panes”

24Cuando la gente vio que Jesús no estaba allí, ni tampoco sus discípulos, subieron a las barcas y se fueron a Cafarnaún, en busca de Jesús. 25Al encontrarle a la orilla del mar, le preguntaron: “Rabbí, ¿Cuándo has llegado aquí?” 26Jesús les respondió: “En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque habéis comido pan y os habéis saciado. 27No trabajéis por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a este es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello”. 28Ellos le dijeron: “¿Qué hemos de hacer para realizar las obras de Dios?” 29Jesús les respondió: “La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado”. 30Ellos entonces le dijeron: “¿Qué signo haces para que, al verlo, creamos en ti? ¿Qué obra realizas? 31Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: Pan del cielo les dio a comer”. 32Jesús les respondió: En verdad, en verdad os digo que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; 33porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo”. 34Entonces le dijeron: “Señor, danos siempre de ese pan”. 35Les dijo Jesús: “Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no tendrá hambre, el que crea en mí no tendrá nunca sed”.

[Evangelio según san Juan (Jn 6,24-35) —18º domingo del tiempo ordinario: Día de los curas párrocos y de los sacerdotes]

El texto del Evangelio de san Juan, que nos presenta la liturgia de la palabra —en este 18º domingo del tiempo ordinario—, es un segmento del discurso de Jesús sobre el “pan de vida” en la sinagoga de Cafarnaún. Al principio, el evangelista narra que la gente encuentra a Jesús, después de una travesía en embarcaciones, “a la orilla del mar” (Jn 6,24). Luego de una larga sección del “discurso”, el mismo narrador dice, literalmente: “Esto lo dijo enseñando en la sinagoga, en Cafarnaún” (Jn 6,59). El ámbito es relevante porque se trata de un lugar de encuentro —la “sinagoga”— para escuchar la palabra de Dios. Y el discurso de Jesús se puede enmarcar en el ámbito de la sabiduría porque se trata de una “enseñanza” (didáskō).

¿Y de qué “enseñanza” se trata? La instrucción que Jesús imparte a la gente que le sigue se relaciona con el “alimento”. Hay que recordar que días antes, Jesús multiplicó lo panes en la otra ribera del mar de Galilea (Jn 6,1-15); curó a mucha gente (Jn 6,2) y sació el hambre de la multitud (Jn 6,12-13). Por esta razón, la muchedumbre lo reconoció como el auténtico “profeta que iba a venir al mundo” (Jn 6,14) e “intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey” y Jesús “huyó de nuevo al monte él solo” (Jn 6,15). De este modo, Jesús desvincula la acción de la curación de enfermos y la provisión del pan material de la concepción de un mesianismo de tipo temporal o mundano.

Queda claro que la motivación de la gente que busca a Jesús es la satisfacción de las necesidades primarias de la vida. A la pregunta del gentío: “Rabbí, ¿cuándo has llegado aquí?” (Jn 6,25b), Jesús responde encarando la razón de la búsqueda: “En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque habéis comido pan y os habéis saciado” (Jn 6,26). De modo solemne, el maestro va al fondo de la cuestión, es decir, mediante una disquisición analítica distingue, negativamente, qué cosa no buscan; y, de modo positivo, las motivaciones que los anima para buscarle. Jesús da a entender que la razón de la búsqueda deberían ser los “signos” (semeīa) realizados por él y que la gente, en realidad, no busca. Buscan, sí, denodadamente, las cuestiones primarias, necesarias ciertamente, pero perentorias, que no hacen a la razón última de las acciones de Jesús.

Como lógica consecuencia a la precedente constatación, Jesús, con tonalidad imperativa, invita: “No trabajéis por el alimento perecedero sino por el alimento que permanece para vida eterna…” (Jn 6,27). Jesús habla de “trabajo”, en  el sentido de “esfuerzo”, de una inversión de tiempo y de energías vitales con el fin de conseguir el pan material; comprende y entiende el sacrificio realizado por la gente para afanarse el alimento cotidiano. Aquí, precisamente, distingue los dos tipos de alimentos o dos tipos de panes: El pan perecedero y el pan para obtener la vida eterna. En realidad, Jesús les recrimina su mentalidad inmediatista, su horizonte limitado y su estrechez de miras. En términos del evangelista san Mateo: No buscan, en primer lugar, el Reino de Dios y su justicia para que, en segundo lugar, las necesidades perentorias sean satisfechas por añadidura (cf. Mt 6,33) sino, más bien, buscan “las añadiduras” y, entonces, el Reino no puede llegar a sus vidas.

De hecho, Jesús aclara que él es el donador del pan para la vida eterna, del pan que perdura. Es interesante constatar la radical discontinuidad entre los dos tipos de panes: Para el pan perecedero, el autor emplea el verbo apóllymi que describe procesos como “destrucción”, “ruina” y “muerte”, en contraste con el pan para la vida eterna para el que usa el verbo ménō que indica permanencia, estabilidad, continuidad; en definitiva: “Vida”. Entonces, tenemos aquí el típico “arco”: Muerte — Vida. No se trata de una concepción dualista sino de la manera hebrea típica de describir toda la realidad: Toda la experiencia humana se circunscribe en una totalidad que abarca vida terrenal – muerte – vida eterna.  En consecuencia, el pan que dona Jesús es el que nos permite ingresar en el ámbito de la eternidad, propio de Dios.

Jesús fundamenta por qué razón él es el donador del pan para la vida eterna: Porque él es a quien “el Padre, Dios, ha marcado con su sello” (Jn 6,27c) es decir, mediante la acción del Espíritu Santo conferido en el bautismo (Mt 3,16), es capacitado para realizar los “signos” para cumplir su función mesiánica que conducen a la fe. Los siete signos realizados por Jesús que constan en el cuarto Evangelio, sin contar con otros muchos signos que no fueron testimoniados por escrito, tienen, en efecto, la finalidad de suscitar la fe: “Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo —“Mesías”—, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20,31).

Con actitud escolástica, la gente preguntó: “¿Qué hemos de hacer para realizar las obras de Dios?” (Jn 6,28). Se puede entrever que la gente ha podido avanzar en la línea sapiencial distinguiendo “obras de Dios” de “obras humanas”. Demandan sobre lo “que deben hacer”. Son conscientes de que se trata de acciones, de tareas que deben realizar. Al llegar a este nivel, es posible vislumbrar que ya están persuadidos de que el concepto de Dios no se puede reducir al de un simple proveedor de necesidades perentorias. Jesús responde de inmediato afirmando que la “obra de Dios” consiste en que crean en él porque él es el “enviado de Dios” (Jn 6,28-29; cf. 20,31). Por tanto, Jesús contrapone a las “obras”, según la mentalidad judía, la fe en el enviado de Dios. El “envidado” (apostéllō) tiene el sello de garantía de lo que el Padre quiere. Literalmente, Jesús es el “apóstol” del Padre, el “enviado”, portador de su plan para la humanidad, donador el pan definitivo que permite el acceso a la vida de Dios.

A la sorprendente afirmación de Jesús, la gente solicita “signos” que puedan “ver”, que se puedan “constatar” visiblemente. Esta requisitoria se plantea como una condición con el fin de que “creamos en ti”. Quieren saber qué “obra realiza” Jesús (Jn 6,30) que garantizaría, según ellos, el estatuto mesiánico que Jesús afirma poseer. De modo similar, san Marcos testimonia una controversia con los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos, en el templo, sobre la autoridad de Jesús, es decir, con qué “credenciales” enseñaba y certificaba sus instrucciones en una esfera reservada a la autoridad religiosa jurisdiccional (cf. Mc 11,27-33). En la interpelación subyace una concepción de roles y funciones marcados por separaciones, atribuciones, delegaciones y facultades. Jesús ya había señalado, en precedencia, que él es el “Hijo del hombre” marcado por el Padre-Dios con su sello (cf. Jn 6,27 c).

Antes de la respuesta de Jesús, la gente ensaya su propia contestación relacionada con el “pan” perecedero: “Nuestros padres comieron el manáh en el desierto, según está escrito: Pan del cielo les dio a comer” (Jn 6,31). Recuerdan la experiencia del éxodo (cf. Ex 16,1-4) que era considerado el alimento del pueblo mesiánico (cf. Sal 78,23-24; 105,40; Sab 16,20-22).  Esgrimen que ellos ya recibieron el “pan del cielo” por mediación de Moisés. Aquí hay que pensar en la figura del gran profeta liberador que era el referente fundamental de los judíos, fundador del pueblo hebreo cuya “estatura” espiritual y dirigencial era difícil igualar.

Jesús les respondió: “En verdad, en verdad os digo que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo” (Jn 6,32-33). Con solemnidad, Jesús corrige las creencias imprecisas de los judíos. En primer lugar, afirma que no fue Moisés el donador de aquel “pan del desierto”. Con esto, Jesús subraya el rol instrumental de Moisés para la satisfacción del hambre durante la experiencia del desierto mediante el pan provisional que Dios les concedió. En segundo lugar, sin mayores explicaciones, Jesús pasa al “pan definitivo” que él denomina “pan de Dios” al que atribuye una doble acción: “Baja del cielo”, ámbito propio de Dios; y “dona vida al mundo”. En consecuencia, es un “pan” absolutamente superior al manáh que era un pan precario, un pan para la travesía del pueblo que caminaba rumbo a la conquista de su libertad con el fin de instalarse en la tierra prometida. De hecho, la expresión hebrea manáh deriva de la interrogativa “¿man hû?”, literalmente, “¿qué es esto?” porque no se sabía a ciencia cierta lo que era; tenía un parecido con la “escarcha” y que el pueblo la comía como “pan”.

Ante la claridad de la respuesta de Jesús, el auditorio, en forma coral, reacciona y peticiona ese alimento inigualable: “Entonces le dijeron, ‘Señor, danos siempre de ese pan’” (Jn 6,34). Ahora solicitan el pan imperecedero no ya para satisfacer el hambre circunstancial sino lo requieren como un alimento permanente (pántote); desean que “siempre” se les provea de ese pan. Jesús, al constatar la reacción positiva de su auditorio, subraya la identidad del pan imperecedero afirmando nuevamente que él es el “pan de vida”: “Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no tendrá hambre, el que crea en mí no tendrá sed” (Jn 6,35).

En Jn 6,35, Jesús enseña tres cosas. En primer lugar, que él, es decir, toda su persona, es “el pan de vida”; no es un pan más sino “el” pan por excelencia (con artículo definido: el pan…). En segundo lugar, su persona, simbolizada aquí con la figura del “pan”, representa la vida misma. El genitivo epexegético o explicativo, “pan de vida”, debe comprenderse como “el pan que es la vida”. En tercer lugar, la expresión final de Jesús crea unos paralelos entre “venir a mí” y “creer en mí”, por un lado; y por el otro, entre “no tener hambre” y “no tener nunca sed”. Es decir, “creer en Jesús” —representado por el “venir a él”— garantiza la definitiva saciedad del hombre, del deseo existencial de la vida eterna que aquí se representa con las figuras cotidianas del “comer” y “beber”. Así, la fe en Jesús, el Hijo del hombre, enviado del Padre, satisface las ansias más profundas del ser humano: La vida eterna en el ámbito propio de Dios.

Brevemente: Jesús no niega, en este texto, la necesidad del pan material. Lo distingue de otro pan más importante. La satisfacción del hambre es una cuestión urgente y de sentido común. Todos sabemos que quien no come y no bebe se expone a un declive de la salud y a la posibilidad de la muerte. Sin embargo, la búsqueda de este pan no debe llevarnos a olvidar que hay otro pan mucho más importante, radicalmente superior al pan perecedero. Jesús enseña que el “pan de Dios”, el pan que concede la vida eterna, consiste en la búsqueda de la persona del Hijo del hombre, el Mesías enviado que lleva el sello del Padre eterno. Sus palabras, sus enseñanzas y acciones son signos que deben conducirnos a la fe en el Dios de la vida. Precisamente, cuando buscamos el pan que no perece (la obra de Dios) estaremos más capacitados y conscientes sobre la necesidad de compartir el pan perecedero con los hermanos como signo que les mueva hacia el pan de vida, en pan que permanece.

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