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Opinión

El Reino de Dios explicado en parábolas

26(Jesús) también decía: “El Reino de Dios es como el caso de un hombre que siembra el grano en la tierra; 27duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. 28La tierra da el fruto por sí misma: Primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. 29Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega. 30Decía también: “¿Con qué podremos comparar el Reino de Dios, o con qué parábola la explicaremos? 31Es como un grano de mostaza que, en el momento de sembrarlo, es más pequeño que cualquier semilla que se siembra en la tierra. 32Pero una vez sembrado, crece y se hace mayor que todas las hortalizas, y echa ramas tan grandes que las aves del cielo anidan a su sombra. 33Les anunciaba la palabra con muchas parábolas como estas, según podían entenderle. 34No les hablaba si no era en parábolas, pero a sus propios discípulos se lo explicaba todo en privado.

Evangelio según san Marcos (Mc 4,26-34) — 11º domingo de tiempo ordinario

El texto del Evangelio, que la liturgia de la palabra nos propone para este domingo, se centra en la explicación de Jesús sobre el Reino de Dios. Como maestro, él no presenta el tema mediante una definición teórica o abstracta sino se vale de un estilo sencillo y concreto, empleando la técnica comparativa de la “parábola” (Mc 4,2.10.11.13.30b) y adaptándose a su auditorio galileo de extracción campesina. Por eso, las parábolas que emplea son propias del mundo agrícola y rural.  Son dos comparaciones: La primera se refiere a la “semilla que crece por sí misma” (Mc 4,26-29) y, la segunda, a la “semilla de mostaza” (Mc 4,30-34).

En la primera propuesta, Jesús plantea la idea sobre el Reino como “el caso de un hombre que siembra el grano en la tierra” (Mc 4,26), es decir, un agricultor que realiza la faena propia de su profesión. En realidad, la palabra “siembra” es imprecisa aquí porque el verbo empleado es “lanzar” (ballō). Entonces, lo más correcto es decir que “el hombre lanza (o esparce) la semilla en la tierra”. Es un dato no menor porque la técnica agrícola es “a voleo” a fin de que la semilla llegue a todas partes. Así, el deseo del agricultor es que la semilla llegue a toda la tierra que se propone cultivar.

La expresión “duerma o se levante, de noche o de día” (Mc 4,27a) se refiere a la actividad del agricultor que abarca la totalidad del tiempo diario: La jornada laboral y el descanso que se corresponden con la noche y el día, respectivamente, pues de día trabaja y de noche descansa. Jesús afirma que, independientemente de la actividad cotidiana, el grano germina y crece sin su intervención. Es más, advierte que el proceso de desarrollo de la semilla es desconocido por el labrador (Mc 4,27b). Aquí se señala un aspecto sapiencial, en sentido negativo, respecto al hombre que esparce la semilla teniendo presente la “ignorancia” del secreto proceso que experimenta la semilla en su transformación. Lo que sigue refuerza la presente idea al observar que “la tierra da el fruto por sí misma” (Mc 4,28a).

Jesús, después de dar constancia de la prodigiosa metamorfosis de la semilla, se encarga de señalar las fases del cambio producido en la semilla: “Primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga” (Mc 4,28b). En consecuencia, la semilla no se transforma de modo espontáneo; no llega al punto final con rapidez; al contrario, experimenta un proceso lento, paulatino y gradual. La semilla llega a ser hierba en la primera fase; luego, desarrolla la formación de la espiga y, finalmente, esa espiga llega a contener abundante trigo, listo para la cosecha. Evidentemente, se supone que la tierra no es escabrosa ni árida sino buena, apta para la agricultura, capaz de dar sustento al germen que llega a ser hierba y producir trigo (cf. Mc 4,1-20).

En definitiva, la acción del agricultor se reduce a lo mínimo, no hace mucho; en la práctica solo esparce la semilla por todo el terreno. Ella crece por sí misma y gracias a la tierra en la que fue diseminada. Recién cuando produce fruto y esté en condiciones interviene nuevamente el hombre para la recolección. El labrador emplea la “hoz”, un instrumento agrícola con mango de madera y hoja curva. Esta es acerada y filosa. Sirve para segar mieses y hierbas. Valiéndose de este utensilio, el agricultor cosecha los frutos (Mc 4,29).

¿Qué aspectos del Reino se evidencian mediante esta parábola? Esparcir la semilla significa difundir la palabra. El labrador no solo representa a Jesús sino también a los discípulos que seguirán diseminando la Buena Noticia (cf. Mc 3,14; 4,21s). El cultivo “a voleo” que tiene la intención de abarcar toda la tierra implica que la palabra de Dios tiene un destino universal; tiene como destinataria a toda la humanidad. De esta manera, se rompe el “particularismo” que pretendía Israel. La misión de los predicadores se limita a difundir el programa del Reino. Como la semilla crece por sí sola, los anunciadores no son los responsables de su crecimiento. La semilla tiene un proceso vital que no depende del agricultor. Así también el Reino crece sin el concurso de los mensajeros. En definitiva, depende de Dios. El proceso de crecimiento escapa al conocimiento del agricultor. Esto implica que, en cada individuo, la asimilación del mensaje es un proceso íntimo y personal en el que nadie puede intervenir.

La tierra buena representa a los hombres que no ponen obstáculos al mensaje. La fuerza vital contenida en el mensaje es actualizada por la fecundidad del hombre mismo. El mensaje (“semilla”) es el catalizador de las potencialidades humanas. Así como la semilla penetra en la tierra, del mismo modo el mensaje penetra en el hombre; y la respuesta de este viene a ser la fructificación esperada. El mensaje es palabra que el hombre traduce en hecho. El desarrollo es gradual y natural, requiere de tiempo, de asimilación del mensaje. Al darse la asimilación, el éxito del cultivo se va evidenciando paulatinamente hasta que alcance plenitud. Al llegar a este nivel se tiene el “hombre nuevo”, maduro en la fe, listo para colaborar en la obra salvadora de Jesús en favor de la humanidad aún a riesgo de su propia vida. Esto se traduce en el seguimiento de Cristo hasta el fin. El fruto, por tanto, es el hombre pleno, dotado del Espíritu, semejante a Jesús.

En la segunda propuesta, Jesús formula la idea sobre el Reino empleando como término comparativo la “semilla de mostaza” (Mc 4,30-32). La parábola se centra en la oposición entre una insignificancia inicial y una gran extensión y visibilidad posterior. El grano de mostaza es el prototipo de “lo mínimo”. Queda claro que el Reino de Dios supone un proceso vital que se inicia de modo imperceptible, se desarrolla y avanza en su crecimiento hasta llegar a su completa realización. En la naturaleza, el crecimiento de la mostaza resulta sorprendente porque de la mínima semilla emerge un árbol, o arbusto, que llega a tener hasta tres metros de altura, hecha ramas, y es capaz de cobijar a los pájaros que acampan en sus gajos y sarmientos.

El profeta Ezequiel —en referencia a la restauración de Israel— lanza el siguiente oráculo: “Esto dice el Señor Yahvéh: También yo tomaré un tallo de la copa del alto cedro, de la punta de sus ramas escogeré un ramo y lo plantaré yo mismo en una montaña elevada y excelsa: En la alta montaña de Israel lo plantaré. Echará ramaje y producirá fruto y se hará un cedro magnífico. Debajo de él habitarán toda clase de pájaros; toda clase de aves morarán a la sombra de sus ramas” (Ex 17,22-23). Esta profecía, por la lexicografía empleada, es indicativa de que se esperaba el futuro de Israel como un gran imperio. Ezequiel habla de “altitud”, de “excelsitud” y de “magnificencia” (cf. Ez 31,6 -contra Egipto- y Dn 4,12 -contra Nabucodonosor-). Se preveía un gran reinado bajo cuyo amparo los hombres y los pueblos de la tierra habrían de cobijarse. De hecho, cuando Israel es comparado con una “viña” se dice que esta sobrepasa en altura a los cedros (Sal 80,9-11).

Jesús enseña exactamente lo contrario a Ezequiel. No habla de una “rama” sino de una “semilla de mostaza” —las más pequeña de todas—. El Reino explicado por Jesús no procede de un árbol grande como el cedro sino de una semillita imperceptible. Y este minúsculo grano no se plantará en las alturas sino en la tierra —en la parte baja, podríamos decir—. El cedro era considerado “el rey de los árboles”, elegante, esbelto y macizo, notas de la grandeza futura del pueblo restaurado de Israel. De hecho, es muy probable que estas ideas hayan propiciado una expectación mesiánica triunfalista de tal modo que, en tiempos de Jesús, esperaban un caudillo, un líder fuerte que aglutinara al pueblo y conquistara un porvenir triunfal y glorioso.

Cuando la semilla de mostaza ha crecido y alcanza su máximo crecimiento no llega a ser un árbol sino una “hortaliza”, una “planta de huerto o de jardín” (láchanon). Su altura máxima alcanza entre 1 metro y medio y 3 metros. Su altura es modesta, no así sus grandes ramas capaces de cobijar a las aves del cielo (Mc 4,32). Entonces, en su extensión horizontal adquiere mayor amplitud. Con todo, no se compara con el glorioso cedro.

¿Qué aspectos del Reino se evidencian en esta segunda parábola? Con toda claridad, Jesús toma distancia de las pretensiones gloriosas de Israel. Con esta comparación, él deshace las vanas expectativas del antiguo pueblo y la pretensión de una gloria nacional. Jesús, por tanto, no pregona una continuidad de las instituciones del pasado. Israel ha de renunciar a su privilegio y a su esperanza de dominio; y deberán admitir que el Reino se extiende a los paganos. El Reino que Jesús predica es una sociedad alternativa que incluye a todos. Según su perspectiva, la paz no se alcanza mediante un imperio universal que dicte e imponga sus criterios sino en la modesta y libre comunión del Espíritu. Así, el Reino de Dios no es exclusivista ni mucho menos triunfalista. La insistencia sobre la “pequeñez” de los principios está en relación con el pregón del reinado de Dios: “Tened fe en esta buena noticia” (Mc 1,15), es decir, los cristianos están llamados a apostar en lo que aparenta insignificante porque de esta nimiedad surgirá una realidad bien visible que se constituirá en centro de atracción.

En la parte conclusiva (Mc 4,33-34), el evangelista presenta una síntesis de la actividad docente de Jesús, subrayando el empleo del método de las parábolas. Culmina con una distinción entre la gente que le escuchaba y los discípulos. Con la gente empleaba el método de las comparaciones y para con los suyos, además de las parábolas, se detenía con más explicaciones, en otro sitio.

En fin, con las dos parábolas, Jesús delinea el horizonte del Reino de Dios. Su estrategia retórica se adecua a la sencillez de sus oyentes y al conocimiento que tienen sobre la agricultura de la que extrae los referentes de las comparaciones. Jesús expone que el secreto del Reino consiste en el amor universal de Dios y ese amor consiste en la comunicación de vida a los individuos con el fin de crear al “hombre nuevo”, la “nueva humanidad” y en la formación de una nueva comunidad humana que crece con modestia y en paz. No hay lugar para las antiguas glorias y esperanzas triunfalistas. El acento recae en la “pequeñez”, signo de humildad y de poquedad. En consecuencia, no hay espacio para una pretendida “cristiandad” sino para una Iglesia cada vez más sencilla y sobria, pregonera del infinito amor de Dios que la sobrepasa.

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