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Opinión

Jesús fue elevado al cielo

15Y les dijo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Noticia a toda la creación. 16El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. 17Estos son los signos que acompañarán a los que crean: En mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, 18agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien”. 19Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios. 20Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con los signos que la acompañaban.

[Evangelio según san Marcos (Mc 16,15-20) —Solemnidad de la Ascensión del Señor—. Jornada mundial para las comunicaciones sociales. Se inicia la semana de oración por la unidad de los cristianos (hasta la solemnidad de Pentecostés)]

La liturgia de la palabra, en esta solemnidad de la Ascensión, nos propone como texto central la parte conclusiva del Evangelio según san Marcos. El relato del segundo evangelista contiene las palabras finales de Jesús resucitado, la ascensión y la acción consiguiente de los discípulos.

El contexto está determinado por la reunión de “los once” discípulos —pues, Judas ya había muerto—. Se trata de la última aparición de Jesús a los suyos los cuales estaban compartiendo, “reclinados” —anakeimai— (para la comida). Sus primeras palabras fueron de “reproche” en razón de no haber creído a los testigos de la resurrección (Mc 15,14). Se alude aquí a las atestaciones de María Magdalena (Mc 16,9-11) y a las de los “dos” discípulos —según Lucas, los caminantes de Emaús (Lc 24,13-35)— “a quienes se les apareció bajo otra figura” (Mc 15,12-13). El evangelista refuerza la incapacidad de creer de los discípulos empleando dos expresiones sinonímicas: “Incredulidad” (griego: apistía) y “dureza del corazón” (griego: sklērokardía). En nuestra mentalidad occidental, esta última expresión podría comprenderse por “cerrazón mental”, es decir, una actitud enceguecida que les imposibilitaba la apertura a la promesa de la resurrección que sobrevendría a la pasión y muerte de Jesús (cf. Mc 8,31; 9,10.31; 10,34).

Después de la observación anterior —que adquiere un matiz de reprensión—, y a pesar de esa reprimenda, el resucitado les confía la misión de la proclamación de la Buena Noticia “a todo el mundo” (Mc 16,15). El ámbito del anuncio evangélico es universal: “Todo el mundo” (griego: tòn kósmon hápanta); en consecuencia, se prevé traspasar las fronteras de Israel con el fin de asociar al proyecto de Cristo a toda la humanidad. El verbo griego kēryssō —de ahí: “kerigma”— indica la acción de “hacer conocer” su programa cuyo contenido se define por el advenimiento y la constitución del reinado de Dios (Mc 1,14-15), un sistema de convivencia alternativo al de los sistemas imperantes en aquel tiempo, diseñados por el hombre. El anuncio e invitación a la adhesión parecen adquirir una inusitada amplitud cuando Jesús enuncia los sujetos del kerigma: “Toda la creación” (pásēi tēi ktísei) que, así formulado, incluye a “todas las criaturas”. En consecuencia, se subraya que nadie queda exceptuado como destinatario de la misión.

Según el mandato, Jesús anuncia que la persona que se adhiera a la Buena Noticia y se agregue al grupo de los creyentes, por medio del bautismo, alcanzará la salvación. El “baño”, mediante el agua, será el signo a través del cual el que se adhiere a Cristo otorga su consentimiento pleno a la causa del Reino. La opción contraria, manifestada mediante la incredulidad y la no adhesión, implicará la condenación o reprobación para la salvación (Mc 16,16). La exclusión de la liberación salvífica no es una sanción propinada por Dios o por Jesús, el heraldo del Evangelio, sino consecuencia de una opción libre de aquel que rehusando adherirse a la vida plena venidera, activa, indefectiblemente, un proceso de autosupresión. El anuncio de la posible defección, como lado contrario de la dimensión soteriológica, supone el clásico esquema de “las dos vías”: “Vida o muerte”; “salvación o perdición”. No hay punto medio posible.

Seguidamente, el resucitado señala cinco “signos” prodigiosos que acompañarán a los creyentes: La expulsión de demonios en nombre de Cristo, lo cual implica la victoria sobre el mal; la capacidad para hablar “lenguas nuevas”, es decir, el don carismático de la glosolalia que se relaciona con un modo de hablar de carácter celestial; la invulnerabilidad ante las serpientes y ante el veneno, que no podrán hacerles daño y, finalmente, el poder de curar enfermos mediante la imposición de manos (Mc 16,17-18).

Al terminar de conferir la misión e indicar los signos que caracterizarán a los creyentes, el evangelista indica, de modo escueto, que Jesús “fue elevado al cielo” (Mc 16,19), ascendido al ámbito propio de la Divinidad, y luego añade que “se sentó a la derecha de Dios”. El empleo del verbo griego analambánō, en aoristo pasivo, indica que la acción de la “elevación” o “ascenso” del resucitado es consecuencia de la acción de un sujeto externo. Es el “pasivo teológico” que tiene como agente a Dios. Al cumplir su misión, Cristo fue llevado por el Padre. Por los condicionamientos que imprimen las coordenadas espacio-temporales del universo hablamos de “elevación” como un modo de decir que Jesús resucitado retornó al ámbito divino que le es propio.

“Sentarse a la derecha” —que implica un punto de “llegada”— supone la “coronación” final de su misión. En la mentalidad bíblica, indica situarse en la esfera del poder y de la soberanía de Dios, posicionarse en el nivel más encumbrado del señorío y del dominio universales. El libro del Apocalipsis emplea, para graficar este artículo de fe, la figura del “trono” que es signo de imperio y poderío (cf. Ap 5,6; 20,11-15).

Una vez concluida la misión de Cristo, y después de su retorno al ámbito de la gloria celestial, el autor informa que “los once”, en cumplimiento del mandato misionero, salieron a predicar por todas partes, siendo asistidos por el Señor resucitado que colaboraba con ellos, confirmando y certificando la palabra predicada mediante los signos y prodigios que acompañaban la tarea misionera (Mc 16,20).

A la luz del presente texto de san Marcos (Mc 16,15-20), podemos inferir que la misión de evangelizar es una consecuencia lógica del conocimiento y del encuentro con Cristo muerto y resucitado. La experiencia con el resucitado —como sucedió con los primeros discípulos de Jesús— transforma a las personas y suscita la metonoia o, literalmente, “cambio de mentalidad”. No se trata de cualquier “cambio” ni de una simple innovación del pensamiento, sino de la transformación del corazón, es decir, de toda la persona. Esta “conversión” implica la necesidad imperiosa de la comunicación de los valores del Reino: Justicia, misericordia, paz, perdón, amor, servicio. Quien ha conocido a Cristo no puede permanecer inmóvil.

Un cristiano que reduce su fe a un encuentro intimista con el Señor, mediante la práctica de una “piedad” individual, desconectada de la misión de proclamar el Evangelio, “a tiempo y a destiempo”, no ha comprendido los postulados y las exigencias de la proclama de Cristo. Todos los bautizados estamos convocados a salir de nuestras comodidades y “encierros” con el fin de cooperar, en el contexto de una “Iglesia en salida”, con la difusión del programa del Reino de Dios. Los cristianos tenemos la vocación de transformar —cada uno con su carisma propio— la actual sociedad en sus más diversos ámbitos y niveles, en particular aquellas periferias sociales y existenciales.

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