Opinión
Los nēpíoi y Jesús, manso y humilde
Por aquel entonces, tomó Jesús la palabra y dijo: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu decisión. Mi Padre me ha entregado todo, y nadie conoce al Hijo, sino el Padre; ni al Padre le conoce nadie, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os proporcionaré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras vidas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”.
[Evangelio según san Mateo (Mt 11,25-30) — 14º domingo del tiempo ordinario]
El Evangelio propuesto por la liturgia de la palabra para este domingo, 9 de julio, gira en torno a dos temas fundamentales para la comprensión de lo que podríamos llamar “la actitud de Dios” —y de Jesús, consecuentemente— ante los hombres, y la condición y conducta del discípulo de Cristo, y de todo cristiano.
El contexto en el que se presentan estas dos caracterizaciones es una “alabanza” (griego: exomologéō) dirigida por Jesús al “Padre”, descrito aquí como “Señor” (griego: kyriós) “del cielo y de la tierra”. El “señorío” implica dominio, imperio o gobierno en relación con el “cielo y la tierra”, es decir, el universo, el kósmos. En la mentalidad hebrea, el “todo” se describe o se define por los extremos; es decir, “cielo y tierra” representan a toda la creación, obra de Dios. No deja de tener relevancia el hecho que Jesús cite, en primer lugar, el “cielo” y, luego, la “tierra” porque siendo el “cielo” el ámbito propio de Dios adquiere supremacía sobre la “tierra”, escenario de la historia y de la actividad humana, destinada a ser totalmente trasformada en los tiempos finales (Ap 21,1-8).
Esta concreta “alabanza” de Jesús es una de las pocas oraciones “con contenido” en los textos evangélicos. Siempre se dice que Jesús ora, va a un lugar descampado, sube a un monte alto para dialogar con el Padre, y sobre todo cuando va a tomar decisiones importantes como la elección de “los Doce” (cf. Lc 6,12-16); pero no siempre se describe el contenido de la oración a excepción del “Padre nuestro” (Mt 6,5-15); la oración en el “huerto de Getsemaní” (Mt 26,36-39); en el momento final de su vida terrenal, en “la cruz” (Mt 27,45-46) y esta específica oración que estamos comentando que se formula como una “acción de gracias” (Mt 11,25-27).
La motivación de la “alabanza” (griego: hóti), por un lado, adquiere un delineamiento negativo en cuanto que “se niega” o, literalmente, se “cierra” (griego: krýptō) “estas cosas” (griego: tauta) a los sofoi y a los sinétoi. ¿A quiénes se refieren estos adjetivos? Los sofoi son los “sabios”, los poseedores de la sabiduría y de la experiencia humanas, gente que ejercen un rol sapiencial en la comunidad. Los sinétoi son los “inteligentes”, los poseedores del “entendimiento”; por tanto, aquellos que, en razón de la inteligencia, la experiencia y la capacidad se sitúan por encima de los demás miembros de la comunidad que carecen de estas cualidades. En tiempos de Jesús, los escribas, del partido de los fariseos, enemigos de Jesús, ejercían ese rol en la nación hebrea, pero su comprensión de Dios cayó en la insensatez porque articularon una imagen de Dios “a la carta”. Según la expresión paulina eran “sabios según la carne” (cf. 1Cor 1,26).
Podemos preguntarnos a qué se refiere la frase “estas cosas”, es decir, aquella cuya revelación Dios niega a los “sabios” y poseedores del “entendimiento”. En el texto no se aclara de qué se trata. Pasando revista a los textos precedentes, inmediatos, tampoco obtenemos información que nos ayude a aclarar. La frase “estas cosas” es amplia y alude, sin duda, a los “misterios del Reino” que se revela a los discípulos (Mt 13,11-12) llamados “pequeños” (griego: mikroi) por Jesús (Mt 10,42). Estos “misterios” se refieren al plan de Dios manifestado por Cristo a quienes le escuchan, le siguen y modelan su estilo de vida al de Jesús de Nazaret.
Por otro lado, en contraposición a la “negativa”, Jesús afirma que la “revelación” (griego: apokalýpō) de esos misterios Dios concedió a los nēpíoi, vocablo griego que, de ordinario, se traduce por “humildes” o “sencillos”. Sin embargo, más que una cuestión actitudinal, se refiere “al niño en su tierna y temprana edad”, el “niño pequeño” que se alimenta aún de la leche materna (cf. Mt 21,16). Se trata del “lactante”, totalmente dependiente del cuidado materno. En contraste con los “conocedores de la ley”, es figura de los “pequeñuelos” (como los mikroí), es decir de los discípulos de Cristo que, en su vida cotidiana, dependen totalmente de Dios (cf. S. Légasse). El desvelamiento de los “misterios” de Dios, por tanto, no tiene como destinatarios a los que gozan de la fama de ser sabios, entendidos o experimentados, sino a aquellos que la sociedad no tiene en cuenta porque viven según una lógica de vida modesta y moderada, contrastante con el estilo de los dirigentes de Israel, los considerados “grandes”. Con un “sí” enfático (griego: naí), Jesús reafirma que esa ha sido la voluntad del Padre (Mt 11,26).
Jesús, en su acción de gracias, afirma que su Padre le ha entregado todo, que ha sido depositario de la voluntad de Dios, de su plan salvífico y de la operatividad de ese proyecto. Nadie como el Padre “conoce” (griego: epiginōskō) al Hijo y así también el Hijo respecto al Padre y “aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). De este modo, Jesús se presenta como el “revelador” (apokalýptō) de la sabiduría de Dios para sus discípulos representados aquí bajo la figura de los “niños de pecho” o “lactantes”. Ellos son los depositarios de la novedad del Reino de los cielos porque, más allá de sus características personales, están dispuestos a seguir a Jesús “a tiempo y a destiempo”. En consecuencia, el “misterio” que Cristo revela no coincide con el develamiento gradual de “enigmas”, propio de las sectas “mistéricas”, en el sentido de “secretas” u “ocultas” que son manifestadas únicamente a los iniciados. “Misterio”, en las Sagradas Escrituras, adquiere el significado de “plan” salvífico de Dios. Es un proyecto abierto al público, destinado a los considerados “pequeños” en este mundo. Quienes se consideran “grandes” están tan llenos de sí mismos que no hay espacio, en sus mentes y corazones, para un “Dios-crucificado”.
La segunda parte del texto se centra en una invitación dirigida por Jesús a todos aquellos que experimentan “fatiga” (griego: kopiáō) y “sobrecarga” (griego: phortizō): “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os proporcionaré descanso” (Mt 6,25). Como pastor solícito ofrece el “descanso” (griego: anapaýō), el necesario “reposo”, en razón del agotamiento físico y las preocupaciones, estrecheces y tantas dificultades de la vida. Él ofrece alivio y serenidad ante tantos males.
Jesús habla de la figura del “yugo” (griego: zygos), una “barra de tracción que deben tirar las bestias de carga”. En esta metáfora resuena el texto del libro del Eclesiástico en el que se refiere a los buscadores de la sabiduría: “Someted vuestro cuello a su yugo y recibid instrucción; está ahí, a vuestro alcance” (Eclo 51,26). Al expresarse en estos términos, Jesús invita a acoger la sabiduría de la que es portador, es decir, la revelación de los “misterios del Reino” que se identifica con la Suprema sabiduría de Dios (cf. W. Schenk). Como se trata de una “instrucción” sapiencial, de una enseñanza plasmada ya en el “discurso del monte” (Mt 5,1—7,29), será necesario que el discípulo “aprenda”, es decir que asimile las palabras, obras y estilo de Jesús el cual se presenta como “manso” y “humilde de corazón” (Mt 11,29).
La “mansedumbre” y la “humildad” son las notas que caracterizan a quien comunica los “misterios del Reino”. La “mansedumbre” (griego: praýs) no se refiere a una actitud obsecuente ni a la ingenuidad de quien es manipulable sino al estilo pacífico de actuar. Se opone a quien se relaciona de modo áspero, iracundo y violento y que emplea caminos torcidos, métodos como la amenaza y la agresión. Tiene como figura emblemática a “Jesús rey pacífico” que cabalga sobre una asna (Mt 21,5). La sabiduría que comunica no necesita de espectacularidad ni de teatralidad. Lo hace de modo apacible y sereno (cf. H. Frankenmölle). El adjetivo “humilde” (griego: tapeinós) se refiere a quienes son de “baja condición”, en contraste con los “poderosos” (cf. Lc 1,52) y con los “arrogantes” (1Pe 5,5c y Sant 4,6b). Estos, en general, son presumidos, despectivos y, de ordinario, vacíos de espiritualidad (cf. H. Giesen).
“…Aprended de mí” —dice Jesús— “que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras vidas” (Mt 11,29b y c). El vocablo griego psychē que, frecuentemente, se traduce por “alma”, en la antropología bíblica se refiere a la dimensión vital de la persona. Al aludir al “corazón” (griego: kardía) no quiere indicar, en este contexto, un aspecto sentimental o emocional, como podríamos entender según nuestras categorías culturales, sino la persona en su conjunto: Mente, cuerpo, alma y espíritu. La figura del “corazón”, en el pensamiento bíblico, representa a toda la persona con su inteligencia, voluntad, decisión y acción.
El texto se cierra con las palabras finales de Jesús sobre el “yugo” del cual es portador: “Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,30). Esa carga se describe como chrestós y elaphrós, es decir, por un lado, “benigna”, “recta” e “indulgente” (cf. J. Zmijewski) y, por el otro, “ligera” y “fácil de llevar” (cf. H. Balz – G. Schneider).
En resumen: Jesús en su “acción de gracias” reconoce complacido que Dios, creador del universo, ha decidido revelar los misterios del Reino a los “pequeños”, es decir, a quienes, como los discípulos dependen totalmente de Dios, en sus criterios, pensamientos y acciones. Son los creyentes que están abiertos al plan presentado por Jesús de Nazaret, maestro pacífico y desprovisto de “poder”, según la comprensión del “mundo”. Los seguidores de Jesús son como los “lactantes”, figura que señala a quienes son totalmente dependientes del Padre, un Dios benigno, leal y clemente.
Tanto ayer como hoy, corremos el riesgo de reproducir los esquemas de las autoridades religiosas y políticas hebreas (sumos sacerdotes, escribas, fariseos y herodianos, etc.), las cuales prescindiendo o manipulando la revelación configuran la imagen de un “dios” acomodado a sus propios intereses y proyectos, un “dios a la carta” que, en el fondo es un “ídolo”. Jesús se contrapone, con fuerza, a este punto de vista y discute esa visión interesada y reduccionista de Dios, principalmente con los saduceos (Dios de vivos versus dios de muertos) y con los demás grupos responsables de la experiencia religiosa de los hebreos (“dios puritano” y “severo” versus “Dios misericordioso”, “clemente” y “compasivo”). En el fondo, el gran problema de base es la idea de Dios que tenemos de la cual depende la visión de la Iglesia y del hombre. En Jesús de Nazaret, maestro de sabiduría, encontramos la imagen perfecta de Dios (“indulgente”, “recto” y “humilde”) porque Cristo es: “Resplandor de su gloria e impronta de su sustancia” (Hb 1,3).
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