Opinión
Jesús, sometido a las tentaciones
4/1Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. 2Después de hacer un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, sintió hambre. 3El tentador se acercó y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes”. 4Mas él respondió: “Está escrito: No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. 5Entonces el diablo lo llevó consigo a la Ciudad Santa, lo puso sobre el alero del Templo 6y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna”. 7Jesús le contestó: “También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios”. 8De nuevo lo llevó consigo el diablo a un monte alto, le mostró todos los reinos del mundo y su gloria, 9y le dijo: “todo esto te daré si te postras y me adoras”. 10Dícele entonces Jesús: “Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y solo a él darás culto”. 11El diablo finalmente lo dejó. Y entonces se acercaron unos ángeles y se pusieron a servirle.
[Evangelio según san Mateo (Mt 4,1-11) — 1er domingo de Cuaresma]
La liturgia de la palabra, en este primer domingo de Cuaresma, se centra en las tentaciones de Jesús en el desierto bajo la opresión del diablo. Según el texto, Jesús no partió hacia el desierto “voluntariamente”. El verbo griego anágō, en aoristo pasivo, indica que “fue llevado”, que “fue conducido” a un lugar desolado bajo la acción del Espíritu con la finalidad de ser sometido a prueba por el Maligno. Así comienza Mateo el relato de este episodio indicando el ámbito (griego: érēmos) y la figura del “tentador” (griego: diábolos).
El “desierto” es un lugar deshabitado, árido y solitario. Su “esterilidad”, en general, refleja la ausencia de la ebullición de la vida. Solo hay alimañas y animales salvajes que ponen en peligro la integridad de la persona humana. Recuerda el largo camino del pueblo elegido que, habiendo salido de la esclavitud de Egipto, transitó hacia la tierra de promisión durante cuarenta años, un largo tiempo de peregrinación, de privaciones y renuncias, para adquirir, con la ayuda del Señor, su estatuto de pueblo libre, propiedad de Dios y canal de comunicación de la voluntad divina.
El vocablo “diablo”, activo personaje del presente episodio, es una combinación de la preposición griega diá y el verbo ballō que, traducido literalmente, describe al que “lanza un balón”, es decir, el que propala o difunde algo (contra alguien). De ahí el concepto de “chismoso”, “murmurador” o “calumniador” que el autor del Apocalipsis formula respecto a esta tenebrosa figura porque lo cataloga como “el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios” (Ap 12,10). El vidente de Patmos lo denomina, además, con otros nombres: “El gran Dragón”, “la Serpiente antigua”, “Satanás” y lo califica como “el seductor del mundo entero”, “arrojado a la tierra junto con sus ángeles” (Ap 12,9). Sin duda, es el referente principal del ámbito del mal que cuenta con “agentes” a su servicio (“ángeles”) y cuyo lugar de actuación es el “mundo” (“arrojado a la tierra”), escenario de la historia y de la vida humana.
La alusión a la “antigua serpiente” (Ap 12,9) nos remite al primer libro de las Sagradas Escrituras, el Génesis, en los inicios de la creación de la pareja humana, evidenciando su presencia desde los orígenes de la historia (Gn 3,1-7). En los comienzos tentó a Adán y Eva quienes sucumbieron a su seducción y, con ellos, el género humano. Ahora, se presenta como agente que somete a prueba a Jesús, el Mesías, Hijo de Dios, el cual salió victorioso de las insidias del diablo (Mt 4,1-11).
A las tres tentaciones precede “un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches” (Mt 4,2). Lo más razonable es que el número “cuarenta” no deba considerarse a la letra, es decir, en su valor cuantitativo, sino en su significación simbólica, pues recuerda los “cuarenta años” de la travesía de Israel por el desierto (Dt 9,9-11). Por su parte, “cuarenta días y cuarenta noches” es una expresión que recuerda el ayuno de Moisés (Ex 34,38) y la peregrinación de Elías para encontrarse con Yahwéh en el monte Oreb (1Re 19,8). Es una simbología de naturaleza numérica que debe comprenderse como un todo que sirve para indicar el fuerte tiempo de prueba y de sometimiento a la rudeza y a los límites que se experimentan en la vida humana.
La acción del Espíritu (en razón del empleo del pasivo teológico) pone de manifiesto que es Dios mismo el que somete a su Hijo bajo las asechanzas del Maligno con el fin de “equiparlo” para su ministerio mesiánico. Jesús, como se verá, no cederá a ninguna tentación del agente del mal, a diferencia de Israel que ha sucumbido, en no pocas ocasiones, durante la historia de la salvación, a la idolatría y a la pretensión de gestionar una vida falsamente autónoma. No es la primera vez que Mateo relata la acción del Espíritu en relación con Jesús. En la escena del bautismo, en el río Jordán, luego de que Juan el Bautista ejerciera con él su misión, también preparatoria (Mt 3,13-14), para que se cumpliera “toda justicia” (Mt 3,15), al tiempo que el Espíritu se posaba sobre Jesús, la voz del cielo lo proclamaba: “Hijo predilecto”, que goza de la “complacencia” del Padre (Mt 3,17).
Superado el tiempo fuerte de prueba (“cuarenta días y cuarenta noches”), el evangelista da cuenta de que Jesús “sintió hambre” (Mt 4,2), necesidad básica y fuerte, que no se puede soportar por mucho tiempo. Y, en el contexto de esa carencia primaria y existencial, el diablo o Satanás comienza a ejercer su rol de seductor y de embaucador. Son tres tentaciones o propuestas engañosas tendientes a desviar al Mesías de su misión salvífica y redentora. La osadía del Maligno, al no tener límites, pretende someter al mismísimo Hijo de Dios a sus esquemas de desatino y de rebelión.
En la primera ocasión, el diablo le plantea a Jesús que ponga a prueba su identidad filial: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes” (Mt 4,3). Satanás pretende que Jesús, con el fin de quedar acreditado como Hijo de Dios, produzca el milagro de trasformar las inertes piedras del desierto en alimento que sirva de sustento. El uso del plural (“piedras” / “panes”) puede indicar que no se trata solo de una comida ocasional, para que satisfaga su propia hambre, sino para dar respuesta a la gran necesidad de alimentos (tal vez para Israel o para toda la humanidad). Es la tentación del “milagrerismo” y de las soluciones fáciles a las complejas problemáticas de la vida humana. Satanás propone recursos “mágicos” que tienden a anular el compromiso del hombre con los demás.
Jesús no cede a semejante planteamiento. Su respuesta se basa en la tradición escriturística (“está escrito”), “hoja de ruta” programática para aquel pueblo que fue formado y conformado por la palabra de Dios. En su respuesta, Jesús esgrime: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). Ante la preocupación humana, no pocas veces casi exclusiva, de satisfacer las necesidades primarias y materiales, Jesús contrapone otro tipo de alimento para el hombre: “La palabra que sale de la boca de Dios” que sostiene y satisface el hambre más profunda del ser humano: Su deseo de eternidad, de infinitud, y de encuentro cercano y definitivo con su propio Señor y Creador del cual procede y a quien se dirige (San Agustín).
Superada la primera prueba, el diablo “llevó consigo” a Jesús hasta la Ciudad Santa, Jerusalén, centro del poder religioso, político, económico y cultural de Israel. Lo ubicó en el “alero del Templo” (Mt 4,5), en la parte alta del referente más emblemático de la fe tradicional hebrea, considerada Casa de Yahwéh porque ahí residía el Arca de la Alianza, en el “Santo de los Santos”. Satanás, citando el Sal 91,11-12, le dijo: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna” (Mt 4,6). La instigación propuesta no solo afecta, como en el caso anterior, a la condición filial de Jesús (“Hijo de Dios”) sino a la tentación de proyectar un mesianismo de tipo espectacular y sacerdotal en el sentido de poner de manifiesto una acreditación visible y ostentosa como pretenderán los sumos sacerdotes y los miembros de la experiencia religiosa judía que solicitarán de Jesús las credenciales de su actuación y la realización de portentos que justifiquen su pretendida investidura y su calidad de enviado del ámbito celestial (Mt 16,1; 21,23).
La contestación de Jesús, que cita Dt 6,16, es lacónica y contundente: “No tentarás al Señor tu Dios” (Mt 4,7b). En efecto, no se debe tentar a Dios rebajándolo al nivel humano para someterlo a un examen que el hombre deba aprobar. En el fondo, en la idea de Satanás, subyace una visión distorsionada del Dios de Israel cuyo nombre no solo no se puede pronunciar por su excelsa y suprema condición que requiere respeto, reverencia y adoración sino porque Yahwéh-Dios es el “totalmente otro” que escapa a toda posibilidad de ser sometido a los requerimientos experimentales de la pobre criatura humana.
Vencido el diablo en su segundo intento, lanza una tercera prueba. Esta vez, cambiando de escenario, “lleva consigo” a Jesús a un “monte alto” (Mt 4,8a). Desde la visión privilegiada que aquel “monte” permitiría, “le mostró todos los reinos del mundo y su gloria” (Mt 4,8b) y le propuso: “todo esto te daré si te postras y me adoras” (Mt 4,9). No solo se trata de una prueba de naturaleza política, con el fin de poner en movimiento un mesianismo glorioso y triunfante, a los ojos del mundo, sino de una tentación idolátrica sumamente peligrosa porque es corriente, imperceptible y cotidiana, por la cual el ser humano, aún en los roles aparentemente más “nobles”, debido a la propia vanidad, es capaz de renunciar a sus valores primordiales y someterse al capricho humano con el fin de obtener una posición social, política o religiosa que le dará fama, nombradía y reconocimiento público.
El diablo propone: “si te postras y me adoras te daré…” (Mt 4,9). Es decir, exige del hombre lo que Dios exige de modo exclusivo para sí mismo. Se trata de una propuesta que implica una condición, una oferta de intercambio por la cual Satanás recibe reconocimiento del hombre y este es “premiado” con el “poder”, o más exactamente, un “anti-poder”, un “poder de dominio” y no de servicio. De este modo, el ser humano se dispone a “negociar” su filiación divina, su condición de creyente para entregarse totalmente en cuerpo y mente, con alma y corazón, con todo su ser, en las manos del Maligno que seduce, confunde y extravía.
La respuesta de Jesús es tajante e imperativa porque antes de dar contenido a su posición ordena a la “Serpiente antigua”, siempre actualizada bajo nuevas figuras, que se retire y se aleje de él: “Apártate, Satanás” (Mt 4,10a). Y de nuevo recurre, en su respuesta, a una cita de la Escritura (Dt 6,13): “Al Señor tu Dios adorarás, y solo a él darás culto” (Mt 4,10b). Jesús reclama para Dios, su Padre, el máximo culto y la suprema pleitesía como origen y fin de todas las cosas. La expresión “solo a él…” recuerda el šema’, quintaesencia de la fe hebrea y oración cotidiana de todo judío piadoso: “Escucha, Israel, el Señor tu Dios es uno solo” (Dt 6,4). De hecho, según la revelación bíblica, “no hay otros dioses fuera de Yahwéh” (Is 45,5-7). Hay que tener presente que Satanás, aunque lo pretenda, no es un “dios” que pueda competir con el Altísimo. Es un “pobre diablo” que será vencido, definitivamente, con el sacrificio de Cristo en el madero de la cruz y cuyos remanentes serán eliminados en la parusía, o “segunda venida” del Ungido, con extrema facilidad: “…Con el soplo de su boca” (2Tes 2,8).
Las pruebas, por parte de Satanás, finalizan gracias a su alejamiento, como consecuencia de la orden de Jesús. Con todo, el diablo no se irá definitivamente, pues volverá en diversas circunstancias durante el ministerio mesiánico, y bajo diferentes formas; sobre todo en Getsemaní y en la cruz donde será derrotado definitivamente. Al alejarse el Seductor llegan los ángeles de Dios como signo de la fidelidad de Jesús que ha permanecido inalterada. Estos se dispusieron a servirle porque ha superado las grandes pruebas y ya está habilitado para dar inicio a su ministerio salvífico “para que se cumpla toda justicia” (Mt 3,15).
Podemos decir, por consiguiente, que el creyente está llamado, en razón de su vocación bautismal, a superar, día tras día, las diversas tentaciones, del presente y del futuro, de someter su condición cristiana a ofertas engañosas, confusas y seductoras que proponen, de renovadas maneras, renunciar a la filiación divina para someterse al régimen del Seductor de este mundo. Distinguir y catalogar las nuevas idolatrías, que tienen una ágil capacidad de adaptación y de renovación, es una tarea de sabiduría y el ejercicio de una fe activa y operativa.
Los tres ejemplos de pruebas presentados por el evangelista no son únicos ni excluyentes sino solo referenciales. El ritmo frenético de la cotidianeidad no siempre nos permite examinar, a fondo, las múltiples tentaciones que debemos afrontar. Solo la mirada fija en la cruz del Redentor, y la identificación con el crucificado, nos dará fuerza para superar los brillos pasajeros de la veleidad y del apego, casi “carnal”, a la vanidad que padecemos los pobres mortales. La Cuaresma es tiempo propicio para someter mente y corazón a una peregrinación interior y superar todo aquello que nos aleja de Dios y de su amado Hijo Jesús.
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26 de febrero de 2023 at 07:46
Gloria a nuestro Señor Jesús 🙏
Gracias Padre por compartir su reflexión ☺️