Opinión
Voz del que clama en el desierto
“Por aquellos días se presentó Juan el Bautista proclamando en el desierto de Judea: “Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos”. Este es de quien habló el profeta Isaías, cuando dice: Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas”. Juan llevaba un vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero a su cintura, y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Acudía entonces a él gente de Jerusalén, de toda Judea y de toda la región del Jordán, y eran bautizados por él en el río Jordán, tras confesar sus pecados. Pero, cuando vio venir a muchos fariseos y saduceos a su bautismo, les dijo: “¡Raza de víboras! ¿Quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, más bien, fruto digno de conversión, y no creáis que basta con decir en vuestro interior: “Tenemos por padre a Abrahán. Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo os bautizo con agua en señal de conversión, pero el que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene el bieldo y va a aventar su parva: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga”.
[Evangelio según san Mateo (Mt 3,1-12) — Segundo domingo de Adviento]
En este segundo domingo de Adviento, la liturgia de la Palabra nos propone un texto de san Mateo para nuestra reflexión dominical (Mt 3,1-12). El tema se centra en la “predicación de Juan el Bautista” que invita a la conversión (griego: metanoía) como preparación para la incursión del Reino de los Cielos.
El primer Evangelio no provee datos particulares sobre la biografía de Juan el Bautista (cf. Lc 1,5-25.57-66.80), ni tampoco se interesa en insertar la figura del Bautista en el interior de las grandes dinámicas de la historia universal (cf. Lc 3,1-2) sino se limita solamente a describir su misión introduciéndola con una expresión cronológica de sabor bíblico: “en aquellos días” (v. 1), cuya función consiste en conferir solemnidad a la escena siguiente.
Juan pone en movimiento su misión “en el desierto” (griego: en tē erēmō) que en el Antiguo Testamento es el lugar en el que el pueblo es educado en la libertad y es el ámbito en el cual Dios restablece la alianza con Israel. El Bautista, cuya figura nos remite a la experiencia de Israel en el desierto, es descrito a través del modelo profético de la tradición bíblica (cf. Is 40,3; Jer 31,2; Os 2,16-25). Juan tiene, de hecho, la función de preparar al pueblo al encuentro con Dios en una nueva alianza que será realizado por el mismo Mesías.
Mateo quiere poner de relieve que la misión de Juan tiene como finalidad fundamental el anuncio: “Convertíos porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mt 3,2). Solamente el primer Evangelio pone en los labios de Juan aquellas palabras que después serán de Jesús (cf. Mt 4,17), haciendo del profeta precursor de aquel que ya pertenece al tiempo mesiánico. Con la apelación a la conversión, Juan reclama al pueblo un cambio de prospectiva de vida. La misión de Juan no tiene como primera finalidad el bautismo sino la apelación a la conversión, razón y efecto de la irrupción del Reino, es decir, del señorío de Dios que se manifiesta en la historia del pueblo y que llega a su cúspide con la venida del Mesías.
Mateo comenta la misión de Juan recurriendo a un texto de Isaías (Is 40,3). La voz — anunciada por el profeta— de aquel que grita en el desierto y proclama la conclusión de la esclavitud corresponde a aquella del Bautista. La cita bíblica no solo sirve para poner de relieve la función profética de Juan en el desierto, sino también el contenido ético de su anuncio: “Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas”. La obra y el comportamiento del hombre, expresados a través de los símbolos del “camino” y de los “senderos” (cf. Ex 18,20; Pv 8, 13.20; Jer 6,16; 25, 5), deben ser preparados, y precisamente en esta preparación consiste la conversión, actitud que hace posibles el reconocimiento y la acogida del Mesías.
El atavío y la dieta de Juan ponen a la luz no solamente el carácter ascético de su personalidad, sino en especial su función profética (Mt 3,4). De hecho, el vestido de piel es ciertamente signo de pobreza y de renuncia a toda forma de superficialidad (Mt 11,8); pero, sobre todo, es el hábito del profeta (Zc 13,4), así como el “cinto de cuero” recuerda la figura de Elías (2Re 1,8). Su alimento, miel silvestre y langostas, remarca la austeridad del predicador que vive en el desierto.
La autoridad de Juan se pone de relieve por la cantidad de gente que viene a él, proveniente de Jerusalén, de Judea y de los entornos del Jordán (Mt 3,5). La gente iba a Juan para hacerse bautizar; y es por esto que frecuentemente es denominado “el Bautista”. El verbo “bautizar” (v. 6, griego; baptizō) indica la ablución de la impureza (Jdt 12,7), pero el bautismo de Juan, diverso del lavatorio de los judíos, tiene la característica de ser único, irrepetible y administrado por otra persona. Diferenciándose de los tradicionales ritos de autopurificación efectuados por inmersión en el agua corriente, el bautismo del profeta precursor está ligado de esta manera a la confesión de los pecados y a la conversión.
Mateo, según su sensibilidad teológica, concede amplio espacio a las palabras de Juan (Mt 3,7-11), el cual a viva voz se dirige —solamente en el primer Evangelio— a un auditorio particular: fariseos y saduceos (Mt 3,7). Los dos grupos no son asimilables: los primeros son reformadores laicos, mientras que los segundos forman un movimiento anclado en una visión fijista y rígida de la tradición bíblica; a este grupo pertenecen los funcionarios del templo y algunas familias importantes de Jerusalén.
El primer Evangelio asocia estos dos grupos para poner de relieve de qué manera el judaísmo oficial, en sus diversas expresiones, tiene necesidad de una profunda conversión. La denuncia de Juan en relación a los fariseos y los saduceos es una especie de preludio al rechazo de Jesús-Mesías de parte de estos “píos judíos”. Ellos —a lo largo de todo el Evangelio— aparecen siempre como opositores de Jesús.
Las palabras del profeta en Mateo están marcadas por un tono fuertemente apocalíptico. Fariseos y saduceos, representantes del judaísmo oficial, son calificados con el apelativo “raza de víboras” (cf. Mt 12,34; 23,33). En los textos bíblicos esta calificación evoca la imagen de la serpiente tentadora (Gn 3), indicando así la maldad perversa y obstinada. Ellos piensan substraerse del juicio de Dios, a la “ira inminente”, mientras el criterio último y decisivo para escaparse de la condena es una praxis de conversión que demuestre un cambio interior y radical. Las imágenes del árbol a cuya raíz se pone el hacha (Mt 3,10; cf. Mt 7,19) y aquella de los frutos (Mt 3,8.10) reclaman una conversión urgente y sin prórrogas cuyo estilo debe tener realización en la vida.
Al contrario de Lucas (Lc 3,10-14), Mateo no especifica y no concretiza el significado de la conversión. La salvación no está garantizada o asegurada por un rito, el bautismo, sino por la conversión. Juan pone al desnudo sus falsas seguridades basadas en una conciencia de pertenencia al pueblo elegido —tenemos a Abrahán como padre— afirmando implícitamente que la acción salvífica de Dios supera toda cultura, etnia y privilegio.
El discurso de Juan que se refiere al juicio de Dios tiene como centro la presentación del Mesías y esto a través de la confrontación de los dos bautismos: el de Cristo y el de Juan. El de Juan es solo con agua que finaliza en la conversión, el del Mesías es “en Espíritu Santo y fuego”. Se trata de un bautismo de purificación, sinónimo de juicio y está bajo el signo de la fuerza potente e irresistible de Dios.
La diferencia entre los dos gestos bautismales es sintomática de la diversa identidad de los dos personajes. Jesús es el “más fuerte”, según la característica recurrente de Dios en el Antiguo Testamento, y la función de Juan no puede ni siquiera ser comparado a aquella del siervo que calza las sandalias. El profeta anuncia un Mesías apocalíptico cuya función será separar la humanidad en el juicio (Is 41,16; Jer 15,7), prefigurado con la imagen de la cosecha (Is 27,12; Joel 4, 13; Ap 14,15-16), con la cual el grano es puesto en el granero, mientras la plaga es lanzada al fuego (Mt 13,36-43), símbolo de condena (Is 34,10; 66,24; Dn 12,2).
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