Opinión
El Padre, el Hijo y el Espíritu de la verdad
“(Y Jesús dijo) Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga y os explicará lo que ha de venir. Él me dará gloria porque recibirá de lo mío y os lo explicará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y os lo explicará a vosotros”.
[Evangelio según san Juan (Jn 16,12-15) — Solemnidad de la Santísima Trinidad]
En esta Solemnidad de la Santísima Trinidad, la liturgia de la palabra nos ofrece —para nuestra reflexión dominical— un segmento del “discurso de despedida de Jesús”, en el contexto de la cena pascual. El discurso es pronunciado por Jesús (el Hijo) que habla de la futura venida del “Espíritu de la verdad” y de la común “posesión” con el Padre (“todo lo que tiene el Padre es mío”). La revelación de Jesús es densa, profunda, no fácil de comprender. Por eso, al inicio dijo que “mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello” (Jn 16,12). Se aclara que vendrá el “espíritu de la verdad” (tò pneūma tēs aletheías). El genitivo “de la verdad” especifica que “la verdad” es propia de ese Espíritu, que la “verdad” le es connatural, su nota distintiva. Ahora bien, conviene aclarar que el “Espíritu de la verdad” y el Hijo son ciertamente “dos”, pero son “uno” en su obrar.
Jesús todavía tiene muchas cosas por decir. ¿Cuáles cosas? Aquí no se nos dice, pero si Jesús de Nazaret no condujo a sus discípulos a la verdad entera, es porque estos no podían todavía “soportar” la revelación. Ciertamente Jesús dio a conocer a los discípulos “todo” lo que había oído del Padre, pero, para que tengan una inteligencia profunda de ello, tiene que intervenir el Espíritu porque el Paráclito es el intérprete autorizado de Jesús: la era del Espíritu Santo es aquella en la que el pasado se ilumina para el presente. El Paráclito comunicará lo que le pertenece en propiedad por su comunión perfecta con el Padre. La acción pospascual del Espíritu consiste en tres cosas: 1) Guiar hacia la verdad entera; 2) Expresar lo que ha oído y 3) comunicar a los discípulos lo que es propio del Hijo. El Espíritu guiará a los discípulos hacia la verdad, atendiendo así la oración del salmista: “Guíame hacia la verdad” (Sal 24,5). Este ardiente anhelo hace eco a la tradición bíblica del camino del Señor que hay que conocer y en el que hay que caminar para tener la vida; Dios es su guía. Esta tradición atribuía la travesía del mar Rojo al espíritu de Yahwéh. Es un Espíritu que conduce a la libertad del yugo del Faraón y a la liberación de todas las ataduras.
Es a la verdad entera hacia donde conduce el Espíritu. La verdad entera es la plenitud del misterio del Hijo glorificado en Dios. En otras palabras, es el señorío del Cristo Salvador, establecido por el Padre “por encima de todo nombre que pueda nombrarse” (Ef 1,20-23). Esto se refiere a la “verdad una y total del Cristo glorificado en Dios y que se comunica como tal a los suyos. Para guiar hacia la verdad, el Espíritu “hablará” o “expresará” lo que oye del Hijo. Así, el Hijo prolongará su revelación de una manera distinta, “espiritual”, tal como lo señala la función de “atestiguar” del Paráclito. Si el Espíritu expresa lo que oye del Hijo, es para “comunicarlo”. Por consiguiente, el Espíritu será la expresión del mismo Jesús.
“El Espíritu os comunicará lo que va a venir” (Jn 16,13), dice Jesús. ¿Qué quiere expresar Jesús con esta afirmación que apunta hacia el futuro? Jesús quiere decir que el Espíritu asistirá a los discípulos, les hará ver o comprender cómo o de qué manera deberán afrontar y reaccionar ante los acontecimientos que se irán presentando. Entonces, el Espíritu comunicará a los creyentes lo que recibirá por medio de Jesús de este tesoro inagotable. Al obrar así, glorificará al Hijo, cuya misión tenía la finalidad de hacer de todos partícipes de la “vida eterna” ya desde esta tierra (cf. Jn 3,16; 10,28).
Respecto a todo lo que se ha venido diciendo del Paráclito, puede afirmarse que sus funciones se circunscriben a tres: 1) Estar con los discípulos: el don del Espíritu caracterizará la existencia de los creyentes; su presencia en ellos para siempre significa que se ha cumplido la alianza. Juan no intenta hacer del Espíritu un “sucesor” de Jesús sino aquel mediante el cual los discípulos se irán apropiando de la verdad; 2) La segunda función del Paráclito es enseñar: es decir la dominante actividad didáctica que se arraiga en el rol de la sabiduría “que nos educa”, que “lo sabe y lo comprende todo” y guía al pueblo. Se trata de una actividad de revelación por la cual nos guía a la “verdad entera”. 3) la tercera función del Paráclito es “atestiguar”: El Paráclito atestigua que el Juicio de Dios se ha pronunciado en favor del Hijo. Frente a la incredulidad persistente, el Espíritu de la verdad mantiene viva con toda su fuerza la resonancia de la palabra. Sosteniendo a los creyentes en su fe, el Paráclito sostiene la causa del Hijo.
Con mucha insistencia, y de modo programático, se promueve en nuestro tiempo la “dictadura del relativismo” (Benedicto XVI) por la cual se niega que existan verdades permanentes. Se pretende promocionar la idea de que todo sería “relativo” y “subjetivo”, cada uno con su “parcela” de verdad, diciendo: “esta es mi verdad”; “esa es tu verdad”. Esta corriente del pensamiento actual se opone al “Espíritu de la verdad”, al Paráclito que nos guía hacia la verdad plena, es decir hacia Jesús, el cual es la “verdad suprema”. Vivimos en tiempos de incertidumbre y desconcierto —denominados por algunos la era de la posverdad— en la que los postulados de la ciencia no son suficientes; si bien procuran responder a los actuales desafíos, sus respuestas son incompletas y parciales. Solo el Espíritu Santo que procede del Padre y es enviado por el Hijo puede guiarnos hacia la plenitud de la verdad con el fin de derribar los proyectos humanos que se cimientan sobre el espíritu de la mentira y de la falsedad. El “Espíritu de la verdad”, en cambio, nos anima para construir una sociedad basada sobre “la fe, la justicia y la misericordia” (cf. Mt 23,23).
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