Connect with us

Mundo

El último día de Lady Diana y sus palabras finales antes de morir

Diana sentía que estaba enamorada y que iba a jugarse todo por este amor. Foto: El País.

Diana sentía que estaba enamorada y que iba a jugarse todo por este amor. Foto: El País.

El 31 de agosto de 1997, junto al hombre que amaba, el millonario Dodi-Al Fayed, la “reina de los corazones” falleció tras un brutal accidente en París. Infobae recrea cómo fue el último día de su vida, la conversación con un amigo íntimo, la decisión de jugarse todo por amor y los dramáticos testimonios de los testigos y los médicos que la vieron morir.

A las nueve de la mañana del último día de su vida Lady Diana Spencer sintió que estaba enamorada. Y que estaba dispuesta a jugarse todo por amor.

Emad El-Din Mohamed Abdel Mena’em Fayed (Dodi Al-Fayed), le tomó la mano. Ella disfrutaba de su compañía y miró las calmas y transparentes aguas de la costa Esmeralda desde la cubierta del Jonikal, el colosal crucero de 22 millones de euros de su novio, hijo del varias veces millonario Mohamed Al-Fayed, dueño de los míticos almacenes Harrods, el Fulham Football Club y el histórico hotel Ritz. Estaba feliz.

Era el final de nueve días de navegación por el Mediterráneo que ellos calificaron de “gloriosos”. Nueve días de romance, fotografiados minuto a minuto por los paparazzi que los seguían a sol y a sombra. Pero esa casi una luna de miel anticipada había llegado a su fin: Diana debía volver a Londres para acompañar a sus hijos, William y Harry, en el inicio de las clases.

El mayordomo René Delor llegó con el desayuno en una bandeja: croissants recién horneados, frutas a granel –bananas, manzanas, naranjas, kiwis, mangos–, jugo de naranja, café recién molido. Demasiado para ellos. Diana, tomó jugo y café con leche; Dodi, café solo, sin cortar, y bien fuerte, al modo de su tierra. René, testigo directo, diría horas más tarde: “Parecían muy felices: no paraban de hablar y de reírse”.

De pronto sonó el celular de Dodi. Era Frank Klein, administrador del Ritz, y encargado de vaciar la Villa Windsor, comprada por el novio para vivir allí después del casamiento, previsto para octubre o noviembre. “En Londres todo está listo y los esperan”, anunció.

Al mediodía, se despidieron del sol mediterráneo. La pareja, dos guardaespaldas y el ama de llaves pasaron del crucero a una lancha rápida que los llevaría hasta el muelle. Allí, Diana y Dodi, rápidamente, subieron a un Mercedes Benz blanco. Se sorprendieron porque por primera vez en muchos días no vieron paparazzis. Sintieron alivio. No les gustaba ser la presa de los fotógrafos que, ávidos, buscaban más y más imágenes de su relación.

Viajaron por la costa de Cerdeña e hicieron planes para su noche en París. Después, llegaron al aeropuerto de Olbia, y abordaje al avión privado del padre de Dodi: una nave de última generación con el símbolo de Harrods.

Cuando aterrizaron en el aeropuerto de Le Bourget, muy cerca de París, tuvieron el primer disgusto. Cerca de 20 periodistas y fotógrafos italianos e ingleses, los esperaban ansiosos por imágenes y declaraciones.

En la terminal Transair, Dodi estalló ante el personal:

–¿Por qué no los echan? ¡No es posible que un batallón de maniáticos nos sigan como perros de presa!

En el avión viajaron el guardaespaldas de Diana, Trevor Rees-Jones (29), y el de Dodi: Kes Wingfield (32). En la pista los esperó el chofer Henri Paul: tres hombres que con el correr de las horas vivirían, directa a indirectamente, la sangre de la tragedia.

Estacionado cerca de la pista y listo para el último tramo, Le Bourget-hotel Ritz, los esperaba un Mercedes Benz 600 negro: el más lujoso, potente y mejor equipado de su serie.

La pareja se sentó en la parte de atrás. Trevor Rees-Jones, en la butaca delantera derecha. Al volante, Philippe Dourneau (35), antes chofer del Ritz y desde entonces contratado full time para manejar para el hijo del jefe porque era discreto, puntual, conocía París como su casa, y jamás violaba una regla de tránsito.

Detrás de ellos marchaba un Range Rover, también negro, el auto de Dodi cuando el millonario estaba en París. En este caso lo manejaba Henri Paul. Chofer, pero también jefe de Seguridad del Ritz. A su lado, Kes Wingfield. Atrás, el resto del séquito: el mayordomo, el masajista y el ama de llaves del futuro marido de Diana Spencer. Henri Paul, tenía una orden: “¡No dejes acercarse a los paparazzi!”.

La elección de sus guardaespaldas fue un error que pudo cambiar la historia. La princesa de Gales y su prometido tenían derecho a ser escoltados por custodios del Servicio de Protección de Altas Personalidades, Ministerio del Interior. Y ella también mantenía el derecho de exigir la custodia de la Brigada de Protección de la Familia Real, pero después de divorciarse de Carlos rechazó ese privilegio. Según ella, “para que no espíen: le cuentan a mi ex marido cada uno de mis pasos”.

Salieron del aeropuerto y un policía en moto los acompañó hasta la autopista. De pronto, dos motociclistas y el chofer de un Peugeot 205 negro se pegaron detrás de ellos. A bordo, tres tan temidos paparazzi. Philippe Dorneau aceleró: 125 a 135 kilómetros por hora. “Pero las motos nos flanquearon, y los flashes de los fotógrafos casi me ciegan”, contó después.

Según Kes Wingfield, el custodio de Dodi, “los paparazzis hablaban por teléfono entre ellos. El Peugeot negro se cruzó, frenó, y me obligó a bajar la velocidad. Por primera vez desde su llegada, vi nerviosa a la princesa. Tenía miedo. Imaginó que las motos caerían o chocaran, cerrándonos el paso”.

Dourneau los despistó acelerando en una curva cerca de Porte Maillot, y Paul puso proa al Arco de Triunfo para dejar el equipaje de Dodi en su espectacular piso donde la pareja había decidido pasar la noche.

Pero la tragedia ya había empezado a escribir el último capítulo.

A las cuatro y media de la tarde, los enamorados llegaron al Ritz. Subieron por la escalera hasta la suite Imperial, primer piso: una réplica de la cámara real de María Antonieta, palacio de Versalles, reinado de Luis XVI, a diez mil dólares la noche que ellos no pagarían: papá Al-Fayed es el dueño.

Agotados por el trajín desde el desembarco en Cerdeña, durmieron un par de horas. Al despertar, Diana fue a la peluquería, y después comieron en la suite a solas. El menú: aves de caza, champagne y petit fours.

Algo más tarde, la princesa quiso salir de compras. Sacudió la cabeza cuando los flashes la enceguecieron: otra vez los paparazzi están apostados en la puerta del hotel. Angustiada regresó a la suite: se acercaba el cumpleaños de su hijo Harry, y no quiso dejarlo sin regalo. Dodi le dio la solución: manda a un empleado del hotel a las célebres tiendas de Faubourg St-Honoré con instrucciones precisas. El hombre regresó con los paquetes al piso de Dodi. Más tarde, Al-Fayed padre los hizo llegar a Sarah, la hermana de Diana. La princesa sonrió. Harry tendría sus regalos.

Mientras ella descansaba en la habitación, Dodi salió en plan secreto. Fue a encontrarse con el joyero Alberto Repossi, al que le había encargado el anillo de compromiso. Lo pagó, pero un nuevo anillo lo deslumbró:

–Me llevo los dos. Que ella elija. El pago lo arreglamos en la gerencia del hotel.

Pero Diana nunca vería esos anillos.

Sola en su suite, Lady Di hizo varias llamadas telefónicas. Una, a su amigo Richard Kay, periodista del Daily Mail acreditado ante la familia real. El primer día de septiembre, después de la tragedia, Kay reveló parte de la charla:

–Me dijo que estaba decidida a cambiar su vida. Un giro de ciento ochenta grados. Cumpliría sus compromisos (las obras de beneficencia y la campaña contra las minas antipersonales), y en noviembre se retiraría para siempre del escenario público.

Una confesión explosiva. Pero eso no fue todo. La llamada tuvo una segunda parte. Diana le dijo, casi como un lamento:

No entiendo por qué la prensa es tan hostil con Dodi ¿Por qué es millonario? Tampoco entiendo por qué tantos británicos creen que un playboy musulmán divorciado no es un buen compañero para la madre de un futuro rey.

El testimonio posterior de Kay no ahorró detalles:

–Aquella noche, Diana estaba más feliz que nunca. Creo que era la primera vez que estaba en armonía con su vida.

Eran las siete de la tarde. Los novios salieron por una puerta trasera del Ritz y entraron en el Mercedes Benz 600. Plan: ir al magnífico piso de Dodi: diez habitaciones en un lugar de privilegio en el mapa de París. Lejos del mundanal ruido… ¡y de los paparazzi!

Al volante, Kes Wingfield. Pero otra vez nada salió como lo habían planeado. En la calle Arsène-Houssaye fueron emboscados por otros fotógrafos. “¡Nos asaltaron!”, recordó el chofer. “Gritaban, y la princesa tuvo miedo. Se sintió atrapada y en peligro. Los eché a empujones”.

Uno le gritó:

–¡Si no nos dejan trabajar le diremos a todo el mundo que Diana y los Fayed son una basura!

Mientras, lejos del incidente y en su piso, Dodi preparaba una noche de plena intimidad, silencio, sexo. Antes de salir, el millonario le dijo al mayordomo:

–No te olvides de champagne con hielo.

Ya eran las nueve y media de la noche y los novios iban a cenar al restaurante Chez Benoît. Otra vez flashes y fotógrafos que los acosaron sin piedad. Rodearon el auto y Dodi estalló:

–¡Están locos! ¡Se están pasando de la raya!

Se canceló la reserva y decidieron cenar en el Ritz.

Cuando entraron al hotel eran las diez menos cuarto. El ingreso fue caótico: además de los fotógrafos, un puñado de curiosos bloquearon el auto. Las puertas no abrían. Dodi, rojo de furia, insultaba a gritos a los guardaespaldas:

–¿¡Por qué no llamaron a los agentes de Seguridad!? ¿¡Quieren que nos maten!?

Diana escapó del auto arropada y protegida por Kes Wingfield. Los lentes de las cámaras casi le tocaron la cara. Entró al hotel, se derrumbó en una silla, y dejó caer una lágrima.

Ya repuestos, un rato más tarde, entraron a L’Espadon, uno de los restaurantes del hotel. Diana pidió un revuelto de champignones y espárragos, y lenguado con verduras rebozadas. Dodi, rodaballo a la parrilla y champagne Taittinger.

Estaban vestidos informalmente para el lujo del lugar. Los comensales los miraron extrañados. Dodi, llevaba jeans, camisa gris, saco marrón claro, y botas vaqueras. Diana, lucía saco y camisa negros, pantalón blanco, zapatos negros de tacón alto, y aros de oro.

Incómodos ante los murmullos, dejaron la mesa, subieron a la Suite Imperial y pidieron que les traigan la comida. Eran las once y cuarto de la noche cuando terminaton su última cenal

Dodi preguntó a un agente de Seguridad:

–¿Cuántos fotógrafos hay?

–Unos treinta, y no menos de cien curiosos –le responde su empleado.

Pero el millonario no se dio por vencido y trazó un plan. Usar dos coches. Dos Mercedes Benz. Pero uno como señuelo, como engaño, y el otro para los novios, con Henri Paul al volante. Muhamad Al-Fayed, se entera y rechaza la idea:

–¡No salgan! Hay demasiados periodistas afuera. ¿Por qué no se quedan en el hotel?

Dodi se niega:

–No podemos, mumu. Tenemos el equipaje en mi piso, y tenemos que salir a la mañana. Diana tiene que estar en Londres a tiempo.

La princesa empezó a desmoronarse. El acoso la agobiaba. Los planes están todos dados vuelta. La romántica noche en París se había transformado en una pesadilla. ¿Cuántas fotos más quieren los paparazzi? Sabe ahora lo que se ha dicho en voz alta: “Estoy realmente enamorada de Dodi”. Una certeza que no tenía cuando, no mucho antes, le dijo a una amiga: “Es sólo un ligue”. Sus hijos…

La maniobra de despiste no funcionó: era demasiado evidente y había demasiados testigos. Subieron al Mercedes Benz S280 placa 688LTV75. Al volante, Henri Paul. Atrás los novios y Trevor Rees-Jones. Y siguiéndolos, los paparazzi ávidos de fotos.

Comenzó una carrera loca por las calles de París. Casi 150 kilómetros por hora. Avenida Cambon, Plaza de la Concordia, avenidas Course la Reine y Albert I, túnel debajo de la Plaza del Alma.

Veintitrés minutos después de medianoche Henri Paul perdió el control, bruscamente pasó al carril izquierdo, y sin bajar la velocidad se estrelló contra la columna número 13.

El poderoso Mercedes quedó destrozado. Dodi y Paul, murieron casi en el acto: fracturas de columna vertebral. Diana seguía viva y consciente. El destino había jugado sus cartas en la tragedia. Henri Paul, adjunto a la seguridad del Ritz, no debió estar allí: fue porque estaba Dodi, hijo del dueño del hotel, junto a una celebridad como Diana. El hombre era alcohólico y estaba en tratamiento por depresión.

“¡Dios mio! ¿Qué ocurrió?”, le dijo Diana con la voz en un hilo al bombero Xavier Gourmelon quien tres minutos después de la tragedia intentó rescatarla de entre los hierros retorcidos.

“Estaba en el piso, en la parte trasera. Se movía muy despacio y pude ver que estaba viva. Noté que tenía una lesión leve en su hombro derecho y, más allá de ello, nada significante. No había sangre en ella en absoluto”, recordó el socorrista años después en una entrevista con el diario The Sun.

El bombero tomó la mano de la princesa, la tranquilizó y le dio oxígeno. Solo uno segundos más tarde notó con desesperación como Lady Diana dejaba de respirar.

“Estábamos preparados para primeros auxilios y noté que ella estaba sufriendo un ataque cardíaco. Masajeé su corazón y unos pocos segundos después volvió a respirar. Fue un alivio porque, como primeros en responder, quieres salvar vidas. Y eso fue lo que pensé que había hecho”.

Esa noche sólo sobrevivió al accidente el guardaespaldas Trevor Rees-Jones. En el túnel los socorristas escucharon sus gritos desesperados: “¿Dónde está ella? ¿Dónde está ella?”.

Una ambulancia tardía llevó a Lady Diana Spencer al Hospital Pitié-Salpêtrière.

El cirujano MoSef Dahman, de 33 años, corrió a la sala de emergencias. Le dijeron que una mujer joven estaba en estado crítico. No sabía que se trataba de la princesa Diana. Al entrar, vio a una médica en un rincón, abrumada. Le avisaron quién era la mujer que estaba en la camilla agonizando.

A Diana le hicieron una radiografía. Las imágenes mostraron que estaba sufriendo una “hemorragia interna muy grave”. La sometieron a un drenaje torácico.

Eran las dos y quince de la madrugada. La situación se agravaba. Diana sufrió un nuevo paro. Le hicieron un masaje cardíaco externo y, aun acostada en la camilla de la sala de emergencia, decidieron realizarle un procedimiento quirúrgico.

“Hice este procedimiento para permitirle respirar”, explicaría el médico al Daily Mail 20 años después de la muerte de la princesa. “Su corazón no podía funcionar correctamente porque le faltaba sangre”, añadió.

Al operarla Dahman descubrió que Diana había sufrido un desgarro significativo en su pericardio, la membrana que protege el corazón. La situación se agravaba aún más.

El reloj marcaba las dos y media de la mañana: se necesitaba un milagro. Levantaron de la cama de su casa al profesor Alain Pavie, quizás el mejor cirujano cardíaco de Francia.

Pavie decidió que Diana debía ser trasladada a uno de los quirófanos. Sospechba que aún no se había encontrado la causa principal de su hemorragia interna. En el procedimiento encontraron la herida más grave: un desgarro en la vena pulmonar superior izquierda, en el punto de contacto con el corazón. Pavie suturó la lesión.

El corazón de Diana se detuvo, intentaron reiniciarlo: “Probamos descargas eléctricas, varias veces y, como había hecho en la sala de emergencias, masaje cardíaco”, contó Dahman.

Se le administró adrenalina. Nadie se daba por vencido. El equipo continuó con la reanimación durante una hora. No había respuesta.

Eran las cuatro de la madrugada. El corazón de Diana ya no volvió a latir. La princesa murió con los primeros resplandores del alba.

Los miembros del gobierno francés que esperaban en una habitación contigua junto al embajador británico, recibieron la fatídica noticia.

Todos aguardaron hasta que el príncipe Carlos llegara desde el Reino Unido. Esa noche también llegaba el padre de Dodi, Mohamed Al Fayed. El hombre voló desde Londres y a las 4.30 de la madrugada entró al hospital. Pidió ver el cuerpo de Diana. Lo autorizaron. Entró en silencio y puso su mano en la frente de la princesa: “Es el destino. Dios ha querido esto”, susurró.

Habían pasado solo 19 horas desde el momento en que Diana Spencer, tomada de la mano del hombre que amaba, miraba las serenas aguas del Mediterráneo. Y soñaba con una nueva vida.

Click para comentar

Dejá tu comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

PUBLICIDAD
PUBLICIDAD

Los más leídos

error: Content is protected !!