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Editorial

Tierra fértil

Ecuador vivió un día de verdadera furia cuando un grupo pertrechado con armas de guerra y explosivos tomó por asalto los estudios de un canal de televisión, manteniendo como rehenes a los funcionarios, mientras que los disparos sacudían varias partes del país, sobre todo la ciudad de Guayaquil, epicentro de los acontecimientos. No fueron actos de una guerra convencional, ni siquiera los de un grupo guerrillero reclamando algún trasnochado ideario a un gobierno dictatorial y represivo, sino ataques de grupos delincuenciales lo suficientemente organizados y con el suficiente poder de fuego como para poner en jaque a las instituciones de seguridad de todo un Estado.

Nos limitamos a este somero resumen de lo acontecido en ese país porque lo importante aquí no es la enumeración de los hechos de ese 9 de enero pasado, sino el “cómo” se llegó a eso, ¿cuál fue el proceso de degradación institucional de un Estado que ha llevado a todo un país a sumergirse en un estado de cuasi guerra asimétrica contra un enemigo que no tiene derecho a reclamar nada, pues sus necesidades solo pasan por presionar para seguir cometiendo sus actos criminales y, por lo tanto, no se puede, ni se debe negociar con ellos?

Entenderá el lector que estos fenómenos, si bien pueden tener manifestaciones explosivas que no puedan ser soslayadas por la opinión pública, en realidad, por su complejidad y grado de extensión en la masa social, se cocinan a fuego lento. Por lo que para llegar al 9 de enero mucha agua tuvo que correr bajo el puente. Y así fue en este caso ecuatoriano, donde el mal se fue incubando en los pasados años.

Una señal ya fue el aumento, pero exponencial, de los crímenes violentos en el país. Para que se haga una idea el lector, hace poco más de un lustro, en el 2018, el Ecuador había sufrido 995 homicidios, teniendo una tasa de 5,8 por cada 100.000 habitantes, coincidiendo con el promedio mundial de ese año de aproximadamente 6 por cada 100.000. Hoy, en apenas cinco años, esa cifra se ha disparado a los 7.270 asesinatos, ¡se multiplicó por siete! Es como que el Paraguay pase de los aproximadamente 500 asesinatos que tenemos cada año, a los 3.500.

Recordemos también que el crimen organizado hace pocos meses, en vísperas de las elecciones en ese país, cometió la temeridad de asesinar a un candidato presidencial. Y el proceso no termina en eso, desde el 2021 han ocurrido más de veinte motines sangrientos en sus penitenciarías con centenares de muertos. Y solo en el gobierno del presidente de Guillermo Lasso, el estado de “conflicto interno” fue decretado en once ocasiones. Y desde Rafael Correa hasta la actualidad se ha aplicado 109 veces sin que, a la larga, se le hiciera cosquillas siquiera a las bandas criminales, que entre las principales, ¡hoy suman nada más y nada menos que 25!

Por todo esto no hay que olvidar algo básico: la debilidad de un Estado más la pobreza es igual al crecimiento del poder de las bandas criminales.

Para el poder no existen los espacios vacíos y cuando el poder estatal flaquea creando uno, este rápidamente es llenado por otro estamento de poder, en estos casos el de los grupos criminales que, gracias al tráfico de sustancias, al contrabando de mercancías, de armas, al secuestro y al lavado de dinero, se capitalizan no solo rápido, sino también en un gran volumen que les permite incluso disputar y ganar nuevos espacios de poder. En un país con una clase política corrupta, si ya sus altos políticos -diputados, senadores, ministros, etc.-, son corrompidos, o peor aún, partidos políticos enteros, lo hacen gracias a la falta de control de los aportes a las campañas. Si esto ya se dio, ¿cuánto menos costaría a los criminales comprar a autoridades menores, un intendente, un comisario de policía, al jefe de algún pequeño destacamento apartado del mundo, pero cerca de alguna ruta de tráfico importante? De hecho, por lo general, se comienza por estos, se van adquiriendo controles geográficos que se transforman en zonas de soberanía estatal, pérdida para el gobierno legítimo, y cuando se ve a la alta clase política corrompida, ya es un grave síntoma de metástasis.

Los primeros en caer, por lo general, son regiones, municipios y departamentos más alejados de los centros de poder, más si son fronteras donde la porosidad de estas sea la norma, ya por falta de capacidad de control estatal, por falta de accidentes geográficos, o porque se encuentran permeadas por grandes masas de poblaciones exógenas implantadas. Todo esto facilita el trabajo de los criminales, y, recordemos, estamos en el mundo 2.0, donde la globalización también es una realidad para las bandas que se internacionalizan o migran a territorios fuera de su país original. Esas frágiles fronteras antes descritas facilitan aún más su trabajo: esto último es palpable en el caso ecuatoriano, donde sus principales bandas tienen “relaciones exteriores” con las de otros países, como “Los Choneros”, concubinos del Cartel de Sinaloa, el Clan del Golfo de México y más lejos aún, con redes balcánicas, sobre todo albanesas. Todo esto mientras no pierden contacto con bandas de Colombia y Perú. Por otro lado, la banda de “Los Lobos” está aliada al cartel de Jalisco, enemigos del de Sinaloa, es decir, no solo exportan sus negocios, sino que colonizan nuevos territorios para continuar sus guerras internas, con toda la carga de violencia y muerte que eso implica.

El Estado, por su lado, se tiene que enfrentar a la propia porosidad, pero la de los bolsillos de sus líderes, aunque incluso contando con la voluntad de dar batalla, se encuentra con sus propias limitaciones, ya sean las autoimpuestas, al ser representante de todo el cuerpo social y estar obligado a actuar dentro de marcos legales, o desde la rigidez estructural para producir cambios con la velocidad y profundidad que muchas veces requiere el problema. Si una de las causas del problema es la pobreza y desempleo de una gran masa de la población joven, dicha pobreza no puede ser eliminada de la noche a la mañana, y lo mismo pasa con la limpieza de las estructuras de seguridad, los sistemas judiciales, etc.

Lo que pasa en Ecuador no es algo lejano, forma parte de la realidad de Latinoamérica, la violencia que una vez se vio y se sigue viendo en Colombia, México, o las favelas del Brasil, hoy es fácilmente exportable a nuevos territorios. Ahora ha caído Ecuador, pero no quiere decir que sea el último Estado en perder su soberanía en manos de criminales; eso obliga a convertirlo en un caso de estudio que debe de ser observado y analizado en fondo por las autoridades de nuestro país, ver todo el proceso que los llevó a estar donde están hoy para preguntarse ¿y por casa cómo andamos?, ¿ya estamos convertidos en una tierra fértil para la criminalidad y el terrorismo?

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