Editorial
El poder sin ética
Según el presidente de la República, Santiago Peña, el nepotismo es “solo” un dilema ético y moral. Para él, no se trata de un problema de legitimidad en cuanto hecho que atenta contra las bases de su poder, no es un problema de corrupción, no es un problema de degradación de las instituciones democráticas, no es un problema de apropiación de bienes públicos en detrimento de la ciudadanía. Y, sobre todas las cosas, no es un problema de legalidad, ignorando que las normas que intentan evitar este tipo de hechos lo hacen justamente en virtud de que los consideran conductas desviadas de los más básicos principios de justicia. Ignora el primer mandatario que dichas normas no son una ficción y que existen, efectivamente, tanto leyes específicas contra el nepotismo, como leyes contra el tráfico de influencias, que también son aplicables en este caso; como bien lo intenta demostrar la abogada Teresa Flecha que ya ha realizado una denuncia por los casos de nepotismo y que esta semana la ha ampliado al incluir al titular de la Cámara de Diputados, Raúl Latorre. Los actos existieron, las leyes que los prohíben también, estamos ante una clara ilegalidad que Peña pretende ignorar, y la ignorancia de las leyes no es excusa de las consecuencias de su incumplimiento. Ya que al presidente le gusta hablar de moral, tendría que darse cuenta de que, como mínimo, se está convirtiendo en moralmente cómplice de estos actos delincuenciales que afectan a sus colaboradores.
El titular del Ejecutivo ignora todo eso y en su simpleza de pensamiento atribuye el problema a algo que para él, tal vez, sea intrascendente, algo que, según su creencia, no importa a nadie. Pero que no se confunda: una cosa es que exista una gran impunidad que permite ir desechando estos casos a medida que surgen y otra que no importe a nadie.
La ética y la moral no son lo mismo, pecando de simplistas, podríamos decir que la ética es la reflexión racional y teórica sobre lo que es correcto o incorrecto, mientras la moral es el conjunto de normas y valores practicados en la convivencia humana en virtud a la creencia en la bondad de estos. La ética es una convicción de lo correcto, de que no todo es válido, nos muestra lo que es bueno o malo hacer, son los principios del deber hacer, mientras la moral es lo que nos lleva a aplicar en la vida dicha corrección, es la práctica de lo anterior. Ambos conceptos, si bien distintos, están irremediablemente entrelazados, la ciudadanía en general, hasta el más humilde hombre de trabajo honesto, sabe intuitivamente qué es lo correcto, por eso es capaz de sorprenderse, una y otra vez, antes los escándalos que la clase política no se cansa de traernos a la mesa.
Por ello, cada día es más difícil no generalizar a la clase política como corrupta, pero aun asumiendo el que no todos lo son, proyectan a la ciudadanía una imagen, si no de autores (que muchos efectivamente lo son), sí de cómplices, encubridores o como mínimo de tibios e indiferentes ante las trapisondas de sus compañeros. A estas alturas, nadie está libre de la sospecha “todos son culpables hasta demostrar lo contrario”. Esa es nuestra realidad ante lo terriblemente generalizado de los hechos de corrupción que empañan la tarea de la clase política. Y no es para menos, si el propio jefe del Ejecutivo asume esas indignas posturas.
Esa desconfianza y malestar están plenamente justificados, la clase política no está en igualdad de condiciones que los demás miembros de la sociedad, ellos son quienes hacen las leyes, quienes nos dicen lo que se puede o no se puede hacer y organizan los instrumentos para castigarnos ante nuestras propias faltas. Son el poder y como tal, tienen el monopolio de la violencia y la capacidad de desatarla sobre nuestras cabezas utilizando la fuerza del Estado. No lo hacen solo cuando reprimen alguna manifestación (por más legítima que sea, basta que vaya en contra de sus intereses), lo hacen en cada expresión de nuestra vida social, cuando pagamos impuestos, cuando nos obligan a pagar un estacionamiento en el centro de la capital incluso en horas nocturnas, cuando nos aumentan los peajes, cuando se atribuyen el derecho de administrar las cajas de pensiones de los jubilados, etc. Todos esos fenómenos son manifestaciones de la capacidad de la clase política-dirigencial de imponerse por medio de la violencia estatal. Se aplica perfectamente el principio de Max Weber según el cual una relación de dominación de personas sobre las demás se apoya en la violencia legítima como medio.
Siguiendo con Weber, en su anterior cita, habla de violencia “legítima”; he allí el problema con el que choca nuestro sistema, la legitimidad. En un sistema democrático, en prima facie esta está dada por el sufragio, pero a la larga, cuando la descomposición de las estructuras de poder es tanta, este por sí solo no basta, la clase política, también al decir del citado autor, está sometida tanto a la “ética de la convicción” como a “la ética de la responsabilidad”. La primera es una ética basada en los ideales absolutos, la segunda es más pragmática y alude a las consecuencias de las acciones humanas.
En cuanto a esto último, ¿podemos esperar de nuestro Presidente alguna clase de ética? ¿Puede hablarnos de una ética de la convicción, un hombre que como perro entrenado, ante la orden de su amo, corrió a afiliarse a otro partido para seguir obteniendo beneficios del poder? ¿Puede hablarnos de la ética de la responsabilidad, un hombre que básicamente se la saca de los hombros a sus, más que compañeros de poder, cómplices de entuertos, como lo vimos en esta semana? Es claro que poco puede hablar de ética, cuando siquiera posee algo de dignidad.
De más está decir que de parte de nuestra clase política, no se ven trazos de responsabilidad alguna por sus acciones. De nada vale la legitimidad del sufragio si ni bien arrancado un gobierno se diluye la confianza del electorado, fruto de la incompetencia o peor aún, de la prevaricación. Max Weber creía que los nihilistas serían marginados por la sociedad, pues estos no creen en reglas éticas, y la sociedad necesita confirmar la normalidad del acatamiento de por lo menos ciertas normas éticas,
Pero esa es la teoría, y como bien sabemos, este país es reconocido por ser una tumba de las teorías, de ahí que tengamos un gobierno nihilista regido por un irracionalismo ético. Es decir, aquí a esos especímenes de personas no los marginamos: los hacemos presidentes de la república, senadores, diputados, intendentes, presidentes de seccional, etc.
La siguiente pregunta puede parecer retórica por la ingenuidad de su formulación y aparente obvia respuesta, pero la creemos válida y fundamental: ¿Qué tanto puede sostenerse una sociedad regida por líderes nihilistas descreídos de las más básicas normas éticas? Y la respuesta es: ¡No! Una sociedad política construida sobre la base de códigos normativos inconsistentes, sin bases éticas y aplicaciones morales sostenidas por el uso y el respeto no se puede sostener a lo largo del tiempo, como mínimo surgirá una anarquía donde la contradicción y el desorden imperarán, algo de esto ya lo estamos viendo en el país, donde al parecer rigen dos sistemas, uno donde el ciudadano está impelido a respetar normas estrictas so pena de castigos provenientes de un gobierno cuyos miembros viven en un mundo paralelo donde rigen otro tipo de normas completamente alejadas a las que exigen a las clases gobernadas.
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