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Editorial

¿Cuál es la salida?

El viernes por la mañana alguien comentaba: “Si toda la gente que se está manifestando en las redes sociales fuera a la plaza, esta noche tendríamos un nuevo marzo paraguayo”. Afortunadamente no se ha llegado al clímax de violencia de aquellos días de 1999, aunque la pérdida de una vida y el número de heridos, consecuencia de la represión desatada contra la multitud, son un saldo doloroso que los responsables deben asumir.

A estas alturas infiltrar violentos para quitar legitimidad a los reclamos ciudadanos es una práctica que la misma ciudadanía ha sabido poner en evidencia. En Brasil, que en los últimos años ha sido escenario de multitudinarias manifestaciones populares, en cuanto emergen los disturbios las multitudes se sientan, dejando visibles a los perturbadores. Y la posibilidad de registrar paso a paso lo que ocurre, mediante fotografías y videos, es un reaseguro que, técnicamente, permitiría a la policía individualizar a los responsables de la violencia. Hoy es muy difícil engañar a la gente.

Se dice que la prensa es el borrador de la historia. Y la historia, ese gran relato que las generaciones construyen para comprender su pasado, modelar el presente y trazar su futuro, se nutre de otros relatos, más pequeños, más personales, como el caso de la mujer, médica, vestida de typoi y envuelta en una bandera paraguaya, agredida salvajemente por la policía mientras se manifestaba pacíficamente, o el de aquella señora de 70 años que vendió el único terreno que tenía y todas sus pertenencias, a un precio de risa, para comprar medicamentos para su hijo internado en el Ineram, o el de aquel taxista que increpó al presidente pidiendo ayuda para su hermano. Y así, sucesivamente, estas son las narraciones que constituyen la historia del pueblo paraguayo, un pueblo que este fin de semana dijo “basta”. Hemos transitado un año muy duro; no hace falta volver sobre el daño a la economía. El daño ha ido mucho más lejos; el daño está en el cuerpo. La vida está en peligro.

El gobierno paraguayo -y esto no es nuevo, ha sucedido durante décadas- ha conculcado un derecho básico: el derecho a la salud, consagrado por la Constitución Nacional y por numerosos documentos internacionales de los cuales nuestro país es signatario. No es la primera vez que lo decimos, ni es la primera vez que cientos de miles de compatriotas lo señalan, hasta la desesperación y la furia.

Vivimos una situación excepcional. A la endémica fragilidad sanitaria, que afecta principalmente a los más vulnerables, lesionando las garantías constitucionales más elementales, se ha sumado la pandemia, que ha puesto a prueba la capacidad de gestión de todos los gobernantes del mundo.

Incompetencia y corrupción son la combinación perfecta para la catástrofe. A esto debemos añadir la situación de nuestro vecino, Brasil, que es una bomba de tiempo. Pero quizás la imagen es incorrecta: una bomba de tiempo deja, si bien exiguo, un cierto margen de maniobra. Aquí tal margen no existe. El escenario se aproxima más al de un campo minado por bombas de racimo. La destrucción se multiplica de formas inesperadas y la inminencia de explosión es constante o permanece por un largo período. La cepa brasilera, como ya se la conoce, ha demostrado ser altamente peligrosa.

Hace unos días la prensa londinense daba cuenta de la preocupación de un científico de la Universidad de Duke, quien preguntaba: “¿Qué sentido tiene eliminar la pandemia en Europa o Estados Unidos, si Brasil sigue siendo un caldo de cultivo para este virus?”, para añadir que el vecino país “es un laboratorio al aire libre para que el virus prolifere y eventualmente cree mutaciones más letales. Se trata del mundo. Es global”. Así, instaba a la comunidad internacional a tomar cartas en el asunto, ya que -a su entender- se trata de una amenaza para el planeta. Paraguay, que comparte 929 kilómetros de frontera fluvial y 438 kilómetros de frontera seca con Brasil, ¿qué medidas de contención ha tomado?

La cuestión es eminentemente política. Una catástrofe es algo que supera la capacidad local de respuesta. En la Unión Europea se ha debatido ya el año pasado el modo de enfrentar la pandemia: ¿deben los países actuar por separado, respondiendo solo a los intereses nacionales, o deben desarrollar acciones concertadas que permitan atender las necesidades urgentes del bloque? Los hechos han demostrado que las medidas aisladas no llevaron a las mejores salidas, y el mundo fue testigo de cómo algunos países acapararon insumos y medicamentos, desarrollando conductas propias de la ley de la selva. El virus no conoce fronteras y parece haber llegado para decir a la humanidad: o nos salvamos todos o no se salva nadie.

Una situación excepcional exige medidas excepcionales, exige un gobierno que esté a la altura de las circunstancias. Una catástrofe pone a prueba no solo la competencia de los responsables de gerenciarla, sino su ética. Y hablar de ética, aunque suene a perogrullo, resulta imprescindible. Al margen de la corrupción, que hace el escenario mucho más dantesco, habría que preguntarse hasta qué punto es lícito lucrar con la crisis. A fines de la década del 50 el doctor Albert Sabin descubrió la vacuna por vía oral que salvó al mundo de una epidemia que cobró millones de vidas y dejó generaciones enteras de niños paralíticos, la poliomelitis, cuyo virus ataca el sistema nervioso. El científico, que nunca recibió el Premio Nobel, renunció a todos sus derechos de patente pues consideraba que lo importante era permitir el acceso inmediato a la vacuna a todas las personas del mundo. Hoy, que vemos a las grandes corporaciones farmacéuticas pelear por el mercado de las vacunas y a los representantes del pueblo nutrir cada día la agenda de la corrupción, figuras como la del doctor Sabin parecen de otra realidad. ¿Cómo hemos llegado a esto?

Muchos estados tienen claro el panorama: la salud no es tema de lucro, la seguridad sanitaria está garantizada. Esto significa, en el caso particular de la pandemia, que la atención hospitalaria, así como los insumos médicos y las vacunas, son gratuitos para toda la población. Con solo mirar alrededor vemos la diferencia abismal entre las políticas públicas del Paraguay para enfrentar el flagelo y las de la región, exceptuando Brasil.

Las medidas drásticas tomadas por el gobierno nacional al principio de la pandemia mostraron ser eficaces, oportunas: cuarentena temprana y cierre de fronteras. Pero estas medidas solo tenían sentido en el marco de una estrategia inteligente, con acciones a corto, mediano y largo plazo que permitieran afrontar con toda la solvencia posible la crisis, que en algún momento -se sabía- iba a golpear con todas sus fuerzas. El factor tiempo era clave. La población hizo su parte. Y la corrupción, la suya. Resultado: hoy estamos más desamparados que nunca.

Cuando se ha cruzado el límite de lo tolerable, las soluciones paliativas no sirven de nada. Cuando la corrupción afecta a todas las instancias de representación democrática y a gran parte del cuerpo social, ¿cuál es la salida? Un cambio de gabinete no soluciona las cosas. Ni siquiera un cambio completo del Ejecutivo. Pero es un principio. La ciudadanía reclama, con todas sus fuerzas, una transformación estructural que contemple los intereses de todos los sectores.

DDWS

 

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