Editorial
El imperio de la Ley
Se cuenta que el emperador de Prusia Federico II, conocido como “el Grande”, quería deshacerse de un molino que perturbaba el paisaje de su recién inaugurado palacio de verano en Potsdam. El rey, amante de las artes y las letras, era un monarca absolutista, fiel exponente del despotismo ilustrado que caracterizó a las casas reales europeas en el siglo XVIII. Es conocido que modernizó la burocracia y la administración pública en el reino, introduciendo reformas en el sistema judicial que permitieron a quienes no tenían origen aristocrático acceder a los principales puestos en la judicatura.
Ansioso por eliminar la molestia del molino, no solo por motivos visuales sino también porque incomodaba a sus invitados dado el ruido que producía y el viento que levantaba, ofreció al propietario una buena compensación económica: quería comprarlo para demolerlo. El molinero no aceptó la oferta, ni la primera vez ni la segunda, cuando el emperador duplicó el precio. Cansado, Federico intimó al hombre, haciéndole saber que podría expropiar tranquilamente su molino, sin ofrecer ningún resarcimiento.
Poco después el molinero pidió audiencia y se presentó en la corte, para alivio del monarca que pensó que había logrado su objetivo. Grande fue su sorpresa cuando el hombre le extendió un papel con la orden de un juez de Berlín que prohibía la expropiación. Más sorprendidos quedaron los presentes ante la reacción del emperador. No solo no se puso furioso, como todos presagiaban, sino que alabó con entusiasmo las instituciones del reino: “Me alegra saber que hay jueces honestos en Berlín”.
La anécdota, que se transmite de modo pedagógico en todas las aulas de Derecho para ejemplificar el imperio de la ley, tiene dos o tres versiones. Más allá de la veracidad de los hechos y detalles, la frase “Hay jueces honestos en Berlín” se transformó en paradigma. Desde luego, un paradigma con vigencia en aquellas sociedades donde las normas son respetadas por todos, los humildes y los poderosos. Solo así es posible garantizar una correcta administración del Estado, en la cual el Poder Judicial cumple un papel clave: el control del poder.
El escenario en nuestro país está muy lejos de aquel planteado en la anécdota. La prisión preventiva que en estos momentos cumple el dirigente liberal Efraín Alegre, y que ha desatado una cadena de reacciones en los sectores políticos y en la ciudadanía en general, debería hacer sonar todas las alarmas. Las comparaciones son inevitables: ¿Cómo es posible que personajes con una trayectoria delictiva expuesta en tribunales y en la prensa disfruten de su libertad y de la impunidad que los pactos y los blindajes políticos les garantizan, y otros, muchas veces inocentes, resulten castigados con el rigor de una ley que se acomoda a intereses fácticos?
La independencia del Poder Judicial es uno de los pilares del sistema jurídico y un reaseguro para el buen funcionamiento democrático. Todos los mecanismos implementados para cautelar esta independencia son inoperantes o insuficientes cuando las reglas no son respetadas, cuando hay anomia social.
En la sociedad paraguaya hay una marcada tendencia a actuar al margen de las normas, que va desde la violación del reglamento de tránsito hasta la violación de la propia Constitución. Solo un cambio cultural que logre internalizar en toda la ciudadanía la necesidad de observar normas y valores cívicos podría revertir esta situación. El proceso es largo e involucra multiplicidad de actores. ¿Seremos capaces de realizar este cambio fundamental?
DDWS
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