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12 de enero: nacimiento de William Paats y día del hincha olimpista

William Paats no fue paraguayo, pero pocos han hecho tanto por este pedazo de tierra como él. Su historia arranca en un puerto gris de Róterdam, donde nació un 12 de enero de 1876, y da un giro cuando decide, con apenas 18 años, cruzar el Atlántico para radicarse en un país que no sabía nada de balones ni porterías. Llegó como profesor de educación física y empresario, pero dejó algo más: un legado.
En 1894 llegó a Paraguay con una pelota bajo el brazo. Mientras enseñaba educación física en el Colegio Nacional de la Capital, notó que el deporte todavía no había encontrado su lenguaje en estas tierras. Así que una tarde, entre clases y conversaciones, decidió compartir su idea: ¡juguemos al fútbol! Todo cambió.
La primera pelota que rodó por Asunción era un regalo suyo, comprada en un viaje a Buenos Aires. Con ese simple gesto, Paats plantó una semilla. Pero como buen visionario, no se conformó con traer el juego; quería dejar raíces. Fue entonces que en 1902 convocó a unos amigos para fundar un club. Entre sugerencias de nombres y anécdotas de Grecia, propuso “Olimpia”, en honor a aquel lugar mítico donde los atenienses celebraban sus competencias. La idea gustó y así nació el primer club.
Olimpia ya no es sólo un club. Es historia, pasión y gloria. Es la camiseta más prestigiosa del balompié guaraní. Lleva los sueños de miles y varios trofeos que brillan como testigos de gestas inolvidables. Pero también es ese grito de gol que trasciende generaciones, la voz que se une en el “dale, O” cada fin de semana.
El 12 de enero, en honor al nacimiento de Paats, también se celebra el Día del Hincha de Olimpia. Y no es casualidad. Este día no sólo festeja a un hombre; festeja a cada alma que vibra con la Franja Azabache. Porque ser olimpista es algo más que seguir un equipo; es llevar un pedazo de historia en el corazón. Y esta es una buena.
Si Paats estuviera vivo, tal vez se reiría de tanto alboroto. Pero también, en el fondo, sabría que todo valió la pena: aquella pelota, aquella reunión, aquel nombre. Cientos de miles hoy recuerdan su obra. Y mientras el “dale, O” resuena en las gradas, un neerlandés sonríe desde algún rincón del tiempo, orgulloso de lo que dejó.
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