Cultura
El extraño oficio del curador. Ocho notas
Introducción al libro “La siguiente pregunta. Breves ensayos curatoriales”, de Ticio Escobar, publicado por HyA y CAV/Museo del Barro y presentado recientemente. El mismo recoge ensayos correspondientes a diversas curadurías realizadas por el autor en el exterior, tanto en bienales internacionales como en instituciones del sistema del arte.
Ticio Escobar junto a "Los condenados de la tierra", instalación de Marcelo Brodsky, Sagunto, Valencia (España), 2007. Cortesía
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En cuanto fenómeno y dispositivo de la contemporaneidad, la curaduría es definida en oposición a lo moderno [1], discrepancia que constituye un presupuesto básico de los textos que integran la presente edición. Una vez desmontada, o al menos menguada, la moderna autonomía de las formas estéticas, éstas dejan de ser autosustentables y requieren el apoyo de (o la confrontación con) los conceptos de epistemologías diversas, el pensamiento crítico y político, el lenguaje poético, el aparataje institucional y las diversas pragmáticas sociales. En esta dirección, la curaduría desafía y agita la obra para reforzar el cumplimiento de su oficio: precipitar significaciones que no descansen en respuestas seguras; es decir, que desemboquen en preguntas nuevas. Este cuestionamiento continuo impide que el significado arribe a suelo firme, posterga indefinidamente la revelación de los contenidos del arte y mantiene su ámbito en zozobra permanente.
Como queda señalado, tales cometidos son los propios del arte, que no busca aplacar el ansia de la última cifra, sino mantener la tensión de un campo magnetizado por promesas y amenazas capaces de complejizar la experiencia del mundo. Por eso, la curaduría no hace más que secundar estos ministerios arduos. Mediante interrupciones, desplazamientos, montajes y articulaciones discursivas, la curaduría intensifica el quehacer del arte; lo desafía, altera sus rumbos de por sí alterados, y lo empuja a soltar nuevas líneas de fuga.
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La teoría occidental del arte construyó a lo largo de veinte siglos un modelo idealista que, basado en la metafísica de Platón, extendió la separación cuerpo/alma a todos sus componentes (materia/espíritu, forma/contenido, sujeto/objeto, arte/vida, etc.). No sin reparos, esta escisión se coló en la teoría moderna del arte; bajo el nombre de “estética”, Kant la incluyó en el cuadro de la gran filosofía; lo hizo con dificultad, pues la nueva disciplina conservó furtivamente las marcas de su origen metafísico, que separa en términos lógico-disyuntivos los dominios de la sensibilidad y el intelecto y, más aún, los ámbitos del intelecto y el afecto y, por ende, los del intelecto y el cuerpo.
Sobre este suelo escindido, los dos componentes básicos del arte, la imagen y el concepto, se afirmaron no como momentos de un proceso, sino como extremos de una dicotomía insalvable. Las cosas empeoraron cuando la incipiente modernidad coincidió, no casualmente, con el naciente colonialismo; la universalidad proclamada por la estética pretendió entonces que el moderno modelo euroccidental de arte tuviera validez urbi et orbi.
Dado que tal es el modelo que rige la estética, ésta queda expuesta a diferentes embestidas críticas, gestadas ya en el seno mismo del pensamiento moderno occidental. Estas críticas, tanto como las planteadas por diversas formas de pensamiento alternativo y las provenientes de distintos frentes decoloniales, impugnan la estética occidental como fuente única, o al menos privilegiada, de las reflexiones sobre el arte. Estas objeciones proponen repensar el arte recurriendo a diversas aproximaciones, epistemologías y saberes, planteados al margen de la gran tradición logocéntrica occidental, pero concurrentes en pie de igualdad con ella.
Una de estas aproximaciones, especialmente fructífera en el ámbito de las curadurías, es la de la crítica de arte, que sortea una histórica omisión de la estética al conectar el pensamiento especulativo con la obra de arte concreta. La crítica tradicional ha cambiado para adaptarse a los desafíos que plantea esta conexión en escenas y tiempos distintos. Ha renunciado a asignar valores, establecer normas y obedecer cánones y jerarquías. Ha emprendido el análisis de la obra no como desciframiento de un sentido oculto, sino como confrontación continua con otras obras, conceptos o realidades; como instancia de remisión a otras preguntas. Se ha expandido y desbordado: se ha esmerado en adquirir destreza escritural y potencia poética; ambas la acercan a la literatura y la llevan a borronear sus contornos con los de diversas prácticas y disciplinas del arte. La crítica de arte propone un acercamiento a la obra, una lectura que no busca ser la única; pretende sugerir otras lecturas, y así multiplicar las preguntas.
De tal modo, la crítica de arte ha abandonado su viejo afán de revelar la verdad esencial que cobijaría cada obra: le basta con rondarla tanteando las texturas y los bordes de sus pliegues, escudriñando sus sombras y pulsando sus latidos, ecos y silencios. Ese cambio de posición la desplaza de sus lugares tradicionales. En primer lugar, la alianza entre la teoría y el análisis de piezas concretas acerca a la crítica un conveniente cable a tierra, y la provee de recursos para detectar reverberaciones provenientes de las obras y sus diversos contextos. En segundo lugar, el talento mediador de la crítica la lleva a vincularse con fuentes múltiples, conocimientos dispersos y epistemologías plurales, tales como los encuadres de la historia del arte y la filosofía (incluida la estética), las sensibilidades y saberes de culturas alternativas, los datos de las ciencias sociales, las turbulencias poéticas y las lecturas de filiación psicoanalítica. Por último, esta apertura de la crítica a lo diferente de sí, le permite detectar y asumir las resonancias del ecosistema ambiental, social y mental, así como promover libres asociaciones retóricas y ensayos de interpretación personal que nunca buscarán ser prescriptivos ni concluyentes.
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La curaduría no tiene, pues, misiones hermenéuticas: no busca interpretar el sentido final de la obra, de por sí indescifrable, sino, en última instancia, provocar deseo de interpretación o, mejor, de interpretaciones diversas y fragmentarias, fugaces. Busca, además, realzar los aspectos sensibles y sensuales del arte: su facultad, ya citada, de recibir, sentir y fruir las resonancias del mundo, así como la de devolverlas en configuraciones nuevas, de modo tal que, como sugiere Susan Sontag, más que de hermenéutica, vale hablar de una erótica del arte [2].
Conviene, por lo dicho, entender la curaduría no como una instancia de mediación con las audiencias, ni de traducción pedagógica de sus contenidos. Fiel al destino del arte, al que acompaña, lo curatorial, más que encaminar o iluminar, desorienta. U orienta en direcciones distintas, cuyas líneas, antes que rematar en puntos definitivos, traman mallas que complejizan el espacio de la diferencia, el lugar de la duda. El término “duda” no está tomado acá en la acepción filosófica de suspensión entre dos juicios para dar tiempo de decisión al espíritu, sino en el sentido de posición antidogmática: de incertidumbre y sospecha que, al no admitir conclusión final, habilita el flujo rumoroso e inquietante de las preguntas. A su vez, este fluir mantiene activo el ejercicio de imaginar lo posible en su propio límite y más allá de él.
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Afirmada ante un sistema cuyos imaginarios reproducen la idea de continuismo–cerrada a toda ocasión de cambio disidente–, la figura de lo posible adquiere un sentido político y porta una promesa, incuba el germen de una potencial transformación. La utopía, concebida como remate triunfal del tiempo, aparece deconstruida: pierde el épico sentido de redención total, pero conserva, quizá de manera dispersa, la fuerza obstinada del deseo, la vocación de discrepancia, el viejo reflejo de crítica y negatividad. El arte considerado político no puede (ni intenta ya) enmendar la realidad herida del mundo, pero puede sí imaginar la alternativa de otras dimensiones, la detección de tiempos paralelos o la construcción de porvenires propicios: puede anticipar condiciones favorables a la condición humana y al ecosistema que quizá nunca se cumplan, pero que podrían ocurrir. Ya decía Aristóteles que el arte no se ocupa tanto de lo que es, sino de lo que podría ser.
Los ánimos que despiertan de esa posibilidad impiden que las cosas, las ideas y los hechos coincidan consigo mismos, y dejan abierta una ranura por la que se cuelan los vientos de tiempos imprevisibles: brisas o tempestades portadoras de aliento (en todas las acepciones que tiene este término). Pero los empujes de tales ánimos hacen que éstos sobrepasen su propio límite, por lo que, más allá de sí, lo posible termina incluyendo lo imposible. El arte puede imaginar lo imposible en clave de ficción, afán o delirio, y ese don suyo lo vincula con el quehacer político. De espaldas al resignado pragmatismo de la realpolitik, Arditi considera que “lo imposible no es aquello que jamás podría suceder, sino algo que impulsa a actuar como si fuera posible”. Este impulso, que desconoce cálculos y previsiones, planea como una promesa de algo distinto, y posiblemente mejor [3]. “Posiblemente”, porque no existe seguridad de que esa expectativa vaya a ser cumplida. Pero exponerse al augurio o al riesgo de lo posible/imposible es la única manera de mantener abierto el espacio del acontecimiento, al que apuntan tanto el arte como la política. En cuanto comprometida éticamente con ambas dimensiones, la curaduría debe afanarse por mantener esa apertura mediante sus propios recursos imaginarios y discursivos.
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La curaduría no solo constituye una figura intrincada, sino que involucra prácticas y saberes heterogéneos, y posee contornos y alcances confusos. Por un lado, requiere conocimientos especializados: capacidad de investigación y experiencia de archivo, saberes disciplinales diversos y estudios relativos a las cuestiones específicas sobre las que recae. Moviliza, así, operaciones discursivas y escriturales complejas y análisis de las obras que precisan talante poético, intuición e imaginación creativa. Escritura e imagen son componentes indispensables de la curaduría: ninguna puede actuar sin la otra. En muchos casos, el lenguaje escrito adquiere estatuto imaginario: interviene en la escena de la exhibición mostrando sus trazos gráficos y exponiendo brevemente sus conceptos; apoya la obra o constituye en sí obra nueva.
Por otro lado, el oficio de curar necesita manejar el espacio, pues supone el montaje y la instalación de las obras, así como el empleo de técnicas expositivas. Necesita, por tanto, profesión expográfica, con cuyo concurso se activa. La expografía dispone las obras en el espacio, buscando que ellas establezcan diferentes vínculos con el espectador. En cierto sentido, la forma se fragua ante la mirada que, impulsada por el deseo, detiene el confuso fluir de lo visible para establecer una nueva configuración, aunque sea momentáneamente. La forma es resultado de una práctica de recorte y edición.
La tarea expográfica también traza diagramas y constelaciones entre las obras mismas: establece correlaciones, ritmos y secuencias, apuntala el discurso curatorial y se confronta con él. En fin, realiza el potencial performativo de las obras en el espacio de la exposición, activando sus mutuas resonancias y marcando en territorio sus cruces y conflictos. Constituye, pues, parte indispensable de la curaduría, con cuyos conceptos establece interacciones continuas que actúan en ambas direcciones.
De este modo, la curaduría es una obra de sitio específico realizada con piezas desplazadas de sus contextos originales y recolocadas en lugares nuevos según el concepto que articula el discurso curatorial y aplica la expografía. Incluye el ergon, la obra considerada en sí misma, tanto como sus parerga: sus condiciones exteriores de producción, sus situaciones singulares, sus contextos y anexos, sus encuadres institucionales y los discursos y pragmáticas que genera. Así, la curaduría permite que la obra sea desprendida de toda identidad sustancial, y considerada, en situación, desde una distancia, aún mínima, generadora del movimiento adentro/afuera. De este modo, enfrenta la obra con sus límites: trabaja su radical contingencia.
Para que la operación curatorial no constituya pura puesta estética, mera narración u obediente ilustración de una idea, es necesario que active un movimiento de negación capaz de interrumpir el paso ordenado del discurso y de forzarlo a detenciones, desvíos y giros bruscos. Así, en cuanto se encuentra implicada en la práctica del arte y en el pensamiento sobre él, la curaduría debe contradecirse en algún punto. Solo de ese modo podría acompañar el destino del arte, que más busca plantar dudas que cosechar certezas.
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Pero las cosas no son tan fáciles; la curaduría realizada en ámbitos institucionales se encuentra comprometida, en mayor o menor medida, con las exigencias del mercado global de la imagen (el esteticismo liviano, las audiencias masivas, el glamour del espectáculo, la eficacia del show mediático, la ligereza del entretenimiento y los intereses de la publicidad, y las inversiones económicas). El gran sistema del arte constituye una poderosa maquinaria que moviliza no solo museos, galerías, ferias, academias, curadurías y ediciones, sino eficaces circuitos tecno-comunicacionales y financiero-especulativos de alcance global, cuyos regímenes no determinan, aunque sí condicionan, las energías creativas y, por ende, la producción actual del arte.
Estos factores potentes dificultan la tarea de trazar límites claros entre modelos curatoriales hegemónicos, por un lado, y opositores, por otro. En primer lugar, aun los proyectos más críticos no pueden evitar compromisos con el sistema global del arte que financia su producción. En segundo lugar, en cuanto convenga a sus intereses rentables, tal sistema incluye con entusiasmo críticas contra sus propios principios, así como imágenes de culturas alternativas, ajenas a la sensibilidad del mainstream. La disidencia vende, bien lo dice Hal Foster. Es por eso que lo político en las curadurías, como en el arte en general, no se determina en términos de representación de situaciones de violencia, desigualdad y discriminación, sino en actitudes de resistencia ante la instrumentación de la imagen por el mercado globalizado (procesos de banalización y estetización ya citados). Suely Rolnik dice que la fuerza política del arte es básicamente micropolítica, y pasa por el empeño ético de recuperar las pulsiones creativas desviadas por el capitalismo para incrementar sus beneficios [4].
Por último, debe considerarse que las instituciones del arte, por más dependientes que sean del sistema global del arte, no constituyen bloques homogéneos, sino que albergan múltiples fuerzas que empujan para lados distintos: cobijan contradicciones que facilitan la disidencia curatorial, aun en el centro del mainstream. La curaduría crítica activa esas contradicciones para perturbar el régimen hegemónico del saber y del sentir, y para intensificar la potencia de sensibilidades y conocimientos alternativos, marginados por los imaginarios y discursos de la cultura establecida. El desafío político de la curaduría consiste en su capacidad de desafiar los límites institucionales, y aun los del sistema curatorial mismo. De este modo, la curaduría se ve forzada a moverse de uno a otro lado de sus fronteras, y a transitar circuitos alternativos que trazan un desvío en el camino de sentido único marcado por la hegemonía globalizada. Un desvío no implica necesariamente el abandono de ese camino, pero abre en su trayectoria un trecho descarriado, un breve curso marginal o paralelo capaz de perturbar la calculada rectitud del itinerario. Aunque provisional, y apenas perceptible a veces, aquel desvío desconcierta el intento hegemónico de descifrar el mundo en clave rentable.
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La curaduría moviliza componentes entre sí discordantes, contradictorios a veces. Vincula conceptos, técnicas, disciplinas y haceres disímiles en torno a obras extrañas unas a otras y reubicadas en espacios foráneos. Pendula entre el afuera y el adentro de instituciones heterogéneas y, siguiendo la vocación ineludible del arte, se vuelve contra su propio discurso para enfrentar obras indóciles al sentido del conjunto. Estas articulaciones requieren malabarismos teóricos y prácticos: exigen difíciles operaciones de montaje que nunca llegan a un ajuste definitivo, y dejan sitios vacantes, zonas litigiosas y acciones en suspenso. Son construcciones contingentes levantadas en terrenos inestables.
Pues bien, son esos los terrenos de la imagen, contorneados, siempre provisionalmente, por trazas entre elementos opuestos o, al menos, diferentes, que buscan descolocar desde lo sensible el orden fijo de las cosas. En esta escena tan difusa, las imágenes recombinan continuamente los elementos de las coreografías, los libretos y las actuaciones, hasta rebasar el arco del proscenio buscando proyectar sus configuraciones promiscuas sobre las audiencias, los hechos y las cosas reales.
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El temperamento performativo de las imágenes no debería ser entendido como el poder de cambiar directamente lo establecido. Las imágenes inciden confrontando presencia y ausencia, verdad y apariencia, actualidad y virtualidad. Son oposiciones inconciliables; en el forcejeo continuo entre sus términos se juega la capacidad de la imagen de trastornar la fijeza de las identidades. Este balanceo promueve la coincidencia momentánea de perspectivas desiguales, y permite conjeturar la posibilidad de otros regímenes de sensibilidad y subjetividad, así como de maneras diferentes de concebir las relaciones de los humanos entre sí y con el medioambiente cultural y natural. Permite, una vez más, vislumbrar lo imposible/posible resistiendo la presión de ordenamientos que invocan destinos inmutables.
Las imágenes resultan, así, irreductibles por categorías fijas e inatrapables por certezas dogmáticas y disciplinas rígidas. Su vaivén entre puntos ontológicamente incompatibles las vuelve eficaces expedientes del arte y, por lo tanto, de la curaduría y de la política. Al mediar entre lo simbólico y lo real, mantienen abierta aquella brecha de la diferencia que deja columbrar el acontecer, la irrupción de lo que nunca ocurre ni en su sitio ni en su tiempo.
Notas
[1] La oposición moderno/contemporáneo es radicalizada en este texto como mero recurso orientado a simplificar la exposición de las cuestiones centrales aquí tratadas. En rigor, es imposible trazar un tajo limpio entre momentos cuyos contornos son indecisos y permeables, como los de todas las etapas y conceptos de la historia y la teoría del arte.
[2] Susan Sontag, Contra la interpretación y otros ensayos, traducido por Horacio Vázquez Rial, Seix Barral, Barcelona, 1984.
[3] Benjamín Arditi, Agitado&Revuelto. Del arte de lo posible a la política emancipatoria, Programa de Democracia Sociedad Civil-Topu’ã Paraguay, Semillas para la Democracia, Asunción, 2012.
[4] Suely Rolnik, Esferas da insurreição. Notas para uma vida não cafetinada, Edições n-1, São Paulo, 2019.
* Ticio Escobar es crítico de arte, curador, docente y gestor cultural. Fue presidente de la sección paraguaya de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA Paraguay), director de Cultura de la Municipalidad de Asunción y ministro de la Secretaría Nacional de Cultura. Es director del Centro de Artes Visuales/Museo del Barro.
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