Cultura
Mr. Vincent visita el campo paraguayo, 1885
Estación de Paraguarí, 1885. Imagen publicada por Enrique Ortiz Oliver, FB Amantes del Ferrocarril
Casi todos los viajeros que visitaron Paraguay durante las últimas décadas del siglo XIX se llevaron una impresión sobria, si no triste. Una ciudad capital casi desprovista de habitantes. Mil millas de bosque lúgubre, interrumpido aquí y allá por asentamientos primitivos incluso para los estándares más monótonos de América del Sur. Cada aspecto del país parecía transmitir la sensación de que éste había sufrido un desastre durante la Guerra Guasú y la vida de sus ciudadanos no había mejorado desde entonces. Muchos extranjeros ofrecieron testimonios en ese sentido. M. L. Forgues, Keith Johnston, E. F. Knight, Nicolás Granada y los demás hombres que casualmente llegaron a Paraguay durante esos años compartieron una opinión casi unánime. En pocas palabras, en un continente donde Argentina, Chile y Brasil disfrutaban de economías en auge, la situación de Paraguay era sombría, poco mejor que estancada. Después de más de veinte años, su gente aún sufría los efectos de la guerra.
De hecho, sucedía más en Paraguay de lo que sugeriría esta unanimidad de opiniones. La industria del tanino acababa de empezar. Las operaciones de yerba relativamente limitadas, ahora reestructuradas para satisfacer la creciente demanda extranjera, se habían expandido sustancialmente con la adopción de un sistema de libre comercio que reemplazó el mercantilismo tradicional del régimen lopista. Y, en términos sociales, los inmigrantes de Europa estaban cambiando, de manera muy notable, tanto la composición demográfica como la cultura del país. Los paraguayos, por supuesto, eran conscientes de estas múltiples transformaciones. Los viajeros, sin embargo, no reconocieron los cambios de manera muy efectiva porque, diría yo, no conversaron con los paraguayos. Por el contrario, confiaron en la propia experiencia vivida en otros países y en un cierto instinto que revelaba más sobre ellos mismos que sobre los lugares que visitaban.
Hace algún tiempo presenté a mis lectores al norteamericano Frank Vincent Jr. y sus impresiones sobre Asunción, que visitó en 1885. Cuando llegó a Paraguay, Vincent ya tenía un historial considerable de viajes en Asia, especialmente Siam, y sugeriría que su libro de reminiscencias, Around and About South America (Nueva York: Appleton, 1890), refleja las influencias de esos primeros periplos. Ciertamente, dedicó sólo un número limitado de páginas a la capital paraguaya, que conoció muy de paso. Como ya habrán notado los lectores, la breve visita de Vincent a Asunción produjo algunas observaciones edificantes. Escrito de una manera inconexa y casual, típica de cierto tipo de norteamericano, su relato se centró en la arquitectura. Incluso, cuando describe personas hay algo de arquitectónico en los retratos que realiza. Sus palabras, diría yo, no reflejan un carácter particularmente inquisitivo, al menos en lo que se refiere a Paraguay; los lectores se encontrarán buscando más y más, sin resultado. Pero quizás, en esto, haya una lección sobre la naturaleza de la escritura de viajes. Veamos si podemos encontrarla.
Hoy seguiremos a Mr. Vincent lejos de la capital, rumbo al campo, para conocer lo que halló en el corazón rural de Paraguay:
“Desde Asunción hice un viaje en tren hacia el este, hacia el interior de Paraguay, hasta el pueblo de Paraguarí. . . La tarifa era de un dólar con sesenta centavos. La locomotora y los vagones eran de estilo y fabricación ingleses. Había cuatro clases de pasajeros. Las personas de la cuarta clase viajaban en vagones abiertos, sin asientos de ningún tipo. Sin embargo, estos eran los más concurridos, principalmente por mujeres. La vía era de un ancho inadecuado, pero los coches eran bajos y cortos. Nuestro tren era muy largo: ocho vagones de pasajeros y otros tantos de carga, algunos llenos y otros traídos para ser cargados en el viaje de regreso. El ingeniero no era un extranjero, como esperaba, sino un paraguayo.
“Salimos a la madrugada, 5:30 am, y no llegamos a Paraguarí hasta las 10:30 am, o sea, cinco horas para un trayecto de cincuenta millas. La primera estación fue la de Trinidad, donde hay una espléndida y curiosa iglesia antigua en la que está sepultado el primer López, presidente del Paraguay y padre del célebre general. En la siguiente estación importante, unas treinta mujeres aparecieron en las ventanillas de nuestro vagón, deseosas de vender pan [chipa], carnes, cigarros y encajes de muy buena calidad. Había también muchos mendigos, horriblemente lisiados y desfigurados por virulentas enfermedades. Continuamos a través de plantaciones de mandioca y bosques con muchas palmas y bananas, hasta que divisamos una hermosa cadena de colinas a la izquierda, y poco después el lago Ytacary [sic—Ypacaraí], sobre cuya orilla occidental se encuentra una colonia alemana llamada San Bernardino, de unos cuatrocientos habitantes. El Gobierno paraguayo, al parecer, otorga gratuitamente lotes de cultivo de dieciséis acres a cada soltero y de treinta y dos acres a cada adulto varón casado, además de proporcionar pasaje gratuito desde Buenos Aires y adelantos de provisiones para seis meses, una serie de arados y una cantidad de semillas, con tres vacas. Los colonos tienen algunos cientos de acres de papas, porotos, etcétera.
“Hicimos paradas frecuentes y muy largas donde parecía haber poco más que estaciones. En cada una, y también en el tren, había grandes multitudes de mujeres, pero apenas un hombre: otra ilustración llamativa de los resultados de la guerra reciente y de la actual disparidad de sexos. Los obstáculos de ingeniería en la construcción de este camino deben de haber sido casi nulos. No hay cortes ni rellenos, y apenas algún puente de tamaño considerable. El camino discurre a lo largo de los grandes prados de un valle casi nivelado, de cuatro o cinco millas de ancho, con unas pocas casas de barro con techo de paja aquí y allá, y con cadenas bajas de colinas cubiertas de bosques a cada lado. Vemos bastante ganado y algunas ovejas. No hay labranza excepto la de los pequeños huertos cerca de cada casa. Pasamos por una notable colina en forma de cono y por otra con una extraña forma de mesa, y pronto llegamos a Paraguarí, el término actual de la línea, aunque ya está nivelada hasta la mitad del camino hacia el pueblo de Villa Rica, a unas setenta millas de distancia, a la que un coche va una vez por semana.
“El pueblo, o más bien la aldea de Paraguarí, se encuentra como a un cuarto de milla al sur de la estación del ferrocarril. Me dirigí hasta allí en un curioso ómnibus de dos ruedas, cada una de unos seis pies de diámetro, con un caballo en los ejes y el otro libre, que tira por medio de una cadena sujeta a la cincha. Encontré que Paraguarí es un pequeño pueblo de no más de mil habitantes, distribuido alrededor de una gran plaza cubierta de césped, en cuyo centro está el mercado donde se venden raíces de mandioca, naranjas y un buen surtido de carnes y verduras. Todo el camino, desde Asunción, pasamos por grandes huertos de naranjos; algunos árboles tenían diez metros de altura y estaban cubiertos de deliciosa fruta, que aquí se vende tan barata como un dólar por mil.
“Alrededor de la plaza, en casas sencillas de un solo piso, hay algunas tiendas, una hojalatería, una herrería, una panadería, media docena de tiendas de mercadería muy variada y un hotel regenteado por un italiano. Más allá, y dispersas a intervalos, hay unas pocas chozas con revoque de barro y cubiertas de tejas. En el jardín del hotel hay hermosas vides, melocotoneros y flores, incluidas rosas, claveles, adelfas y muchas otras comunes a los ojos del norte. Alrededor del pueblo hay grandes llanuras cubiertas de hierba y, como frontera, cadenas de colinas bajas, con un pico aislado aquí y allá y, cerca de la estación de tren, dos acantilados escarpados cubiertos de bosques que forman la única vista realmente pintoresca desde que salimos de Asunción. El país de los alrededores no se diferenciaría mucho de los estados del centro-oeste de América del Norte, si no fuera por las frecuentes palmeras que, por supuesto, dan al paisaje un sabor tropical.
“Desde Paraguarí, un carruaje sale una vez por semana en dirección sur, llegando a algunas de las zonas más ricas del país y las haciendas más valiosas. Se pretende eventualmente prolongar esta ruta hasta Encarnación, en el alto Paraná, y frente a la localidad argentina de Posadas. Pero las actuales líneas ferroviarias y de carretas, muy limitadas, se complementan en todas partes con el servicio de caballos, la verdadera comunicación del país. Los animales son mansos, rápidos y resistentes. Las monturas más apreciadas son de fabricación o diseño inglés, con una cincha muy holgada, a menudo de un pie de ancho, que no se sujeta, como hacemos nosotros, junto a las patas delanteras, sino sobre la protuberancia del vientre, o incluso detrás de él. Por lo general, se utilizan dos cinchas, una de ellas sobre la propia silla de montar. Las bridas son muy sencillas, aunque los frenos tienden a ser pesados. Los caballos están entrenados para obedecer con rapidez y exactitud el menor giro de la mano. Noté que entraban en Paraguarí muchas carretas tiradas por tres yuntas de bueyes, de las cuales colgaba un largo palo que traía manojos de plumas para ahuyentar moscas, y aguijones de hierro para espolear a las bestias dilatorias. Los carros son grandes estructuras de dos ruedas, con capotas cilíndricas de cuero y madera flexible…
“El 4 de noviembre salí de la capital del Paraguay en el ‘Río Uruguay’, de la línea de vapores Lloyd Argentina, que opera seis barcos al mes entre Montevideo, Buenos Aires y los puertos del bajo Paraná y el Paraguay. Teníamos muchos pasajeros, y la mayoría de ellos se dirigía a pequeños puertos fluviales. También había una buena cantidad de mercancías: frutas y verduras. En una estación un poco más abajo de Asunción [San Antonio] embarcamos una enorme cantidad de naranjas. Justo en la orilla había un gran montón, de cincuenta pies de largo, veinticinco de ancho y cuatro de profundidad. Todas estas fueron subidas a bordo en cubetas planas, con capacidad para unas tres docenas cada una, llevadas como de costumbre sobre la cabeza por mujeres. Ellas tuvieron que atravesar unos doscientos pies de tablones desde la costa hasta el vapor, y todo el trabajo se hizo al mediodía, bajo el sol desnudo y con una temperatura de casi 100 grados Fahrenheit. Estas mujeres tienen figuras espléndidamente desarrolladas y son muy fuertes y resistentes, pero se necesitaron unas cincuenta de ellas y casi cinco horas para subir toda la fruta a bordo. Mientras estaban así ocupadas, alrededor de una docena de hombres se sentó a la sombra de los árboles, mirando tranquilamente, pero ninguno de ellos ayudó en modo alguno. Hacía tanto calor por la noche que todos nos vimos obligados a dormir en la cubierta, al aire libre.
“A la mañana siguiente llegamos a Corrientes. . .”
(Around and About South America, pp. 171-175)
El viaje de Mr. Vincent a Paraguay fue breve y, como hemos visto, no muy revelador sobre el país en su conjunto. No se desvió mucho de la vía férrea y, por lo tanto, no vio pueblos como Caapucú, Mbuyapey, Ybytymi y decenas de otras comunidades pequeñas más típicas del campo. Tampoco podría haber sabido que estos campos bucólicos y aparentemente pacíficos atravesaban un periodo de gran incertidumbre por la reciente venta masiva de tierras públicas, que eventualmente trajo la consolidación de enormes propiedades y plantaciones. Estas últimas tenían un carácter casi autónomo, casi desconectadas del resto del país y totalmente distintas de las tierras por las que pasó Vincent camino a Paraguarí. Del mismo modo, no podía saber que las tropas de ganado que observó mientras se movía hacia el interior se habían recuperado recientemente en tamaño gracias a las importaciones masivas de Brasil y Argentina. A sus ojos, el ganado en los campos de Paraguay tenía una cualidad atemporal que no merece mucho comentario. Esta impresión, que fue compartida por muchos otros, no reflejó una comprensión profunda sino una percepción momentánea.
Podríamos argumentar que la estadía de una semana tiene ciertas ventajas para un escritor de viajes, ya que sus opiniones pueden ser frescas o espontáneas, si no siempre profundas. Aun así, desde mi propia perspectiva, Vincent habría hecho más favor a sus lectores si se hubiera tomado el tiempo de hablar con las personas con las que se encontraba. Da mucha importancia a las mujeres que conoció en los mercados de los distritos del interior y a las jornaleras fuertes y confiables que vio en San Antonio. Sin embargo, si hubiera hablado con ellas de sus vidas, ¿cuánto más podríamos haber recogido de interés para nosotros hoy? Esta es la lección que nos ofrece: cada vez que viajamos a países extranjeros, debemos estar abiertos a lo que escuchamos y, lo que es más importante, a lo que nos dicen. Si quiere conocer Paraguay, yo diría, conozca a los paraguayos. Y esto, desde luego, puede llevar algo de tiempo.
Nota de edición: La traducción al español de los pasajes del libro de Frank Vincent es de Thomas Whigham.
* Thomas Whigham es profesor emérito de la Universidad de Georgia.
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Tomas Alberto Baez
2 de enero de 2024 at 10:04
Solo una acotación. El puerto donde cargaron las naranjas creo que es Villeta (San Felipe de Borbon en el Valle del Guarnipitan) y no San Antonio. Tal vez este equivocado, pero Villeta era conocida justamente por ser el mayor puerto de embarque de estas frutas.
thomas whigham
3 de enero de 2024 at 13:19
Creo que si, don Tomas. Yo he vista en varias ocasiones distintas fotos de la misma, o sea, de muchas mujeres trabajando de jornaleras y llevando naranjas a los buques para su envio a las provincias de abajo. Asi se nota el papel de la mujer en el Paraguay pos-guerra. Es un tema que aun debe encontrar su historiador.
saludos de
Thomas