Cultura
De viveros, almácigos y tiendas. Jardinería de antaño en Paraguay (III)
Postal que muestra acceso al “Belvedere” de Juan Ceriani, ca. 1890. Cortesía
El creciente interés por la actividad jardinera en el país a fines del siglo XIX, promovió rápidamente un mercado de ofertas y servicios. Toda pequeña tienda de especies ornamentales se surtía de un vivero y éste, a su vez, de un almácigo.
Genaro Romero (1884-1961), director del Departamento de Tierras y Colonias entre las décadas de 1920 y 1940, publicó durante aquellos años numerosos escritos sobre agricultura y jardinería. En uno de ellos describía a los almácigos como “retazos de terrenos generalmente de forma rectangular o labrados prolijamente con pala llamada de puntear y completada su preparación con el rastrillo. La necesidad y conveniencia de los almácigos para multiplicación de las plantas está en que las semillas finas y delicadas pueden ser mejor cuidadas durante los primeros tiempos, es decir, antes y después de su germinación, así como acostumbrar a las tiernas plantitas paulatinamente a la intemperie, de manera que resistan a la acción del trasplante al lugar definitivo o provisorio (vivero)” [1].
En algunos casos, como el del Recreo de la Recoleta, de Antonio Villa, en Asunción, se daban las tres funciones (vivero, almácigo y tienda) en un mismo predio. En otros, como el emprendimiento de Juan Ceriani, también en Asunción, existía un lugar para ventas (Al Belvedere, en las proximidades del Parque Caballero) y un almácigo de provisión (El Progreso, en Villa Morra). Por lo general, los almácigos no estaban abiertos al público minorista, aunque en el caso de El Progreso, el propio Ceriani invitaba a conocerlo en sus catálogos: “llamo la atención a todas aquellas personas, tanto de la campaña como del exterior que visiten la capital, que no dejen de visitar mis establecimientos agrarios y botánicos en Villamorra”.
Las tiendas presentaban a veces un complejo sistema de ofertas que incluía –además de plantas, plantines y semillas– herramientas (palas, azadas, machetes, cucharas, rastrillos, etc.), abono, arreglos florales y complementos de adorno para jardines (macetas, canastillas, etc.). Notablemente, varias ofrecían alquiler de plantas en macetas. En el local de Antonio Villa la tienda era compatible con un jardín de recreo, un almácigo, un restaurant y un hospedaje. En el local de Juan Ceriani (Al Belvedere), existía un jardín de recreo, un bar-restaurant, un salón de eventos y una pista de patinaje.
El hecho de que el local de Antonio Villa se erigiese entre sus almácigos, generaba un escenario bastante particular que lo llevó a ser calificado en una breve crónica de 1880 como el “Versalles del Paraguay”, dato llamativo que no permite saber hasta qué punto se trató solo de una exageración amable o si realmente tuvo elementos que ameritaban tal elogio. Lamentablemente, no se conocen mayores registros gráficos ni descripciones de aquellos escenarios paraguayos de fines de siglo XIX eventualmente comparados con célebres sitios franceses como el citado y otros, como los Campos Elíseos(cercano a loma Mangrullo de Asunción) o “el Bois de Boulogne de Concepción, que es realmente estupendo”, en palabras de Sonia Warchawsky Cahen D’Anvers, aristócrata rusa que recorrió aquellos sitios hacia 1900.
En varias de las numerosas colonias extranjeras (mayormente de inmigración europea) creadas a fines del siglo XIX, el cultivo y el comercio de especies ornamentales eran una de sus actividades productivas. Quizás las más destacadas en este esfuerzo fueron San Bernardino (Cordillera) y Cosme (Caazapá). De ambas se sabe que contaron con campos de cultivo (almácigos) de notables dimensiones e importante variedad de especies.
El primer vivero estatal fue posiblemente el de la Escuela Agrícola de Trinidad, fundada en 1896, que además de árboles y hortalizas, cultivaba y vendía especies ornamentales. En el mismo predio, funcionaba, desde 1914, el Jardín Botánico y Zoológico de Asunción, que también contó desde sus inicios con un vivero. Aunque no se encuentran datos sobre las especies cultivadas en el mismo, es bastante probable que haya incluido ornamentales, debido a que la generación de jardines allí fue una constante en aquellos años (en su mejor época, contó con más de veinte jardines temáticos). En 1928, el informe de gestión presidencial incluyó un párrafo sobre la sección de Álmacigos y viveros del Jardín Botánico, mencionando que “contiene más de 100.000 plantas, ha sido acrecentada con provisiones para cultivos de plantas delicadas con otros invernáculos y sombrajes”.
En 1918, una ordenanza municipal asuncena “sobre embellecimiento e higiene de la ciudad”, mencionaba en uno de sus artículos: “A fin de proveer las necesidades de arborización, se establecerá, bajo la denominación de almáciga y vivero municipal un criadero de árboles y plantas”, aclarando a renglón seguido que “en la almáciga y vivero municipal serán criados preferentemente árboles indígenas o naturalizados, propios para la arborización, y toda planta de color, flores y adornos que puedan servir a las obras de jardinería”. Este almácigo (erróneamente denominado vivero en la actualidad), lleva ya más de cien años funcionando en un rincón del Parque Caballero y continúa siendo hasta hoy el principal proveedor de especies ornamentales y arbóreas para plazas y parques de la capital.
Poco tiempo después, en el Jardín Botánico y Zoológico de Asunción se creó otro vivero municipal, cuyo exigente estreno fue la primera “fiesta del árbol” de Asunción, en 1921, a la que contribuyó con 500 plantines, según las crónicas de la época.
El centro histórico de Asunción contó, entre fines del siglo XIX e inicios del XX, con varias pequeñas tiendas dedicadas a la venta de especies ornamentales. Además del Almacén de Don José (donde Antonio Villa ofrecía sus plantines en la década de 1870, antes de establecerse definitivamente en Villa Morra) y Al Belvedere (local propio de ventas de Juan Ceriani), existieron también A la Villa de Milano (de Aquilino Piatti) y Jardín Mario (de Salvador Ortíz Pereira), entre otras. En las afueras de la capital, estaba el Jardín Kennedi (de Juan de Rosa Benítez) en Trinidad. Incluso el Jardín Botánico de Asunción llegó a contar con un lugar de ventas de plantas y plantines en la sede de la antigua Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Asunción. Al respecto, una nota periodística publicada en El Economista Paraguayo en noviembre de 1921 y rescatada por Blas Pérez Maricevich mencionaba: “El jardín Botánico ha instalado un jardincito en un rincón del patio de la Universidad con entrada desde la calle 14 de julio donde ofrece al público en venta algunos productos del establecimiento, principalmente, flores y plantas como también frutos, etc. encargándose igualmente de pedidos de ramos y coronas” [2].
También en Asunción, estuvo el local de Shotaro Fukuoka, al que denominó Jardín Japonés. Este lugar, fundado en 1917, se ubicó de manera informal durante los primeros años de la década de 1920 en el espacio vacío frente al entonces inconcluso Oratorio de la Virgen de la Asunción, en el corazón del centro histórico de la capital. En 1926 logró finalmente los permisos municipales para ocupar el sitio. En rigor, era un pequeño vivero pero –en parte por la ubicación, en parte por el carisma de su propietario– adquirió para la posteridad el valor de ícono de aquellos tiempos, incluso pese a cierta fuerte pero inocua resistencia con trasfondo político en su momento, como se intuye en una columna anónima del diario Patria titulada “Jardín profano”, aparecida en agosto de 1925: “Experimentamos el sobresalto de un sacrilegio que se estuviera consumando en la sombra. No es el aroma de la mirra este que, adorable y tentador como un beso, halaga nuestro olfato. Trae la inconfundible evanescencia pecaminosa del que exhalan senos y manos hechos para el amor. Toda disonancia es molesta. Y en esta grandeza trunca del oratorio donde la fantasía ensueña el andar sin rumor de sutiles y veladas monjas, el paso espectral de enjutos y austeros sacerdotes, impresiona como un acorde falso el olor excitante de las flores propicias al culto venusino”. La idea de herejía continuó decantándose en las siguientes líneas: “una profanación, sentimental y artística, es la existencia de un jardín para negocio en los terrenos destinados por la fe del pasado a platicar con Dios. Y los que han perdido la fe rechazan por antiestética la absurda conjunción de un kiosco y un templo”. La crítica subió de tono, rayando el racismo y la xenofobia, para finalizar diciendo: “Diríamos que suena a desafío de otra raza y otra fe”.
Los mismos párrafos serían incluidos en marzo del año siguiente en una publicación del diario La Nación, esta vez firmada por Aldo Blanc, posiblemente un pseudónimo. El discurso de odio visceral fue reafirmado: “Las flores pecadoras cultivadas por las manos amarillas de un jardinero que hace arder su incienso en honor de Budha”. Nada de esto, sin embargo, impidió que el multifacético Fukuoka quedase en aquel sitio por los siguientes diez años y en la memoria colectiva de los asuncenos hasta el día de hoy.
A fines de la década de 1920, la jardinería se entendía ya como una actividad suficientemente rentable, por lo que fueron varios los establecimientos agrícolas en el país que, aprovechando su infraestructura, incorporaron a su producción el cultivo de plantas ornamentales para la venta. Un caso representativo es la granja María Ángela, de la firma Canessa & Cía., en San Lorenzo.
También Asunción vio ampliada su oferta en las siguientes décadas, con pequeños viveros y tiendas en diversos puntos de la ciudad. Algunos de ellos eran el jardín y florería Ketty (sobre avenida Mcal. López), el jardín Rosicler (sobre calle Oliva) y el vivero Barone (sobre avenida Colón), entre otros. En tanto, en las afueras de Asunción, nacería el sector que hasta la fecha es el principal referente de la capital en el ramo, la zona conocida como Isla de Francia, en el barrio San Jorge. La actividad se inició allí en 1951 como establecimiento hortícola y ganadero, promovido por el multifacético periodista, escritor e historiador francés Henri Pitaud primero y Amilcar Martens, años después. Las actividades y los propietarios se diversificaron a partir de la década de 1970, migrando hacia la floricultura. El sector actualmente alberga a una docena de locales dedicados al comercio de especies ornamentales e insumos para jardinería.
También en la década de 1950 surgen nuevos viveros y almácigos en distintos puntos del país. La mayoría para el comercio, aunque otros pocos con carácter coleccionista. Para el primer caso, uno de los más recordados es el sitio de la familia Pecarevich en Itá, un extenso rosedal que operó hasta mediados de la década de 2010. Para el segundo caso se cuentan, sobre todo, los orquidarios y rosedales particulares (el matrimonio Palazón-Faraone en Asunción contó con ambos), que se iniciaron incluso antes, ya en la década de 1940.
Un local muy particular fue el herbolario paraguayo Bogarín, en el barrio Tacumbú de Asunción. Los herbolarios son locales donde se ofrecen plantas disecadas con fines medicinales. Este sitio, inaugurado en enero de 1962, contaba con una sección de cultivo, una de procesamiento y otra de venta de productos. Fue iniciativa de Juan Bogarín Argaña, quien al respecto decía: “Me propuse recoger y exponer las 413 plantas medicinales que conozco […] El Herbolario se dedicará a la recolección, secado y envasamiento de todas nuestras plantas a fin de poner al servicio del pueblo su verdadero remedio, que en eficacia para curar las enfermedades son tan positivas como las drogas importadas”.
La década de 1960 –con que cierra esta breve crónica– fue clave para la historia de Cabañas, compañía rural de Caacupé (Cordillera), pues fue la época en que varios de sus pobladores ensayaron en especies ornamentales diversas técnicas de cultivo y reproducción, adquiridas durante la década de 1940 por parte de una misión técnica norteamericana, en conjunto con el Ministerio de Agricultura, y que fue dirigida en principio a optimizar la producción hortícola. Los resultados obtenidos fueron tan auspiciosos que marcó en esa comunidad el paso de la agricultura a la floricultura, convirtiendo en la actualidad a Cabañas en el referente más importante a nivel nacional en la materia, prestigio solventado por los más de trescientos viveros existentes en su pequeño territorio.
Notas
[1] Boletín del Departamento de Tierras y Colonias (1927). Año II, Número 5, p. 191.
[2] Pérez Maricevich, Blas (2008). In natura veritas. Junta Municipal de Asunción, p. 24.
* Carlos Zárate es arquitecto, docente, investigador, magíster en Restauración y conservación de bienes arquitectónicos y monumentales, coordinador de área de Teoría y Urbanismo (FADA-UNA) y miembro del Comité Paraguayo de Ciencias Históricas (CPCH).
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Consuelo Faraone
19 de noviembre de 2023 at 19:08
Excelente tu escrito, felicidades!
Consuelo