Cultura
Victoria Verlichak frente a “La isla de los muertos”, de Arnold Böcklin
Acaba de aparecer “Una imagen para soñar” (Arte x Arte), el último libro de Victoria Verlichak que narra su memorable encuentro con “La isla de los muertos”, de Arnold Böcklin, en el Berlín de los 90. Este es el ensayo más personal publicado por la periodista y crítica de arte argentina, quien hace un extenso y excepcional análisis de la obra que conmovió a personalidades tan dispares como D’Annunzio, Freud, Rubén Darío, Hesse y el mismo Hitler. Compartimos aquí un largo fragmento.
Arnold Böcklin, "La isla de los muertos", tercera versión, 1883. Alte Nationalgalerie, Berlín
La isla de los muertos es unas de las imágenes más difundidas, citadas y rearticuladas de las últimas centurias. La trayectoria del talentoso y fecundo Arnold Böcklin se aproxima a la tradición del romanticismo alemán –una manera apasionada y mística de sentir e imaginar al hombre y a la naturaleza–, pero también a la del simbolismo. Interesado en lo sobrenatural, el artista crea mundos de ensueño. Su producción rechaza el racionalismo y el materialismo. Subraya la subjetividad pura y los valores espirituales y, en ese sentido, se halla vinculada a esa actitud artística que surge en las décadas de 1880 y 1890 en Europa y se conecta con el movimiento poético simbolista en Francia. Autorretrato con la muerte tocando el violín, 1872, exhibido en la Alte Nationalgalerie, en Berlín, lo muestra como un hombre atractivo y de mirada alerta pero soñadora.
Arnold Böcklin nació en 1827 en Basilea, Suiza. Es, junto con Ferdinand Hodler (1853-1918), uno de los artistas suizos más importantes del siglo XIX. Böcklin vivió y trabajó, alternativamente, en Basilea, Munich, Weimar y otros sitios, incluidas varias ciudades italianas. Como Goethe, amaba el cielo azul y la luz cálida de la península itálica […] Formado en Düsseldorf, París y Flandes, se inició pintando paisajes impregnados de la atmósfera emocional del romanticismo alemán, retratos de familiares y amigos, autorretratos. Después de varios viajes de formación por ciudades de Suiza, Bélgica, Francia e Italia –que lo exponen al arte renacentista y a las huellas de la antigüedad grecorromana– y en continua conversación con el pasado, pero con nueva mirada, comienza a incluir en sus pinturas referencias mitológicas y paganas, fragmentos de construcciones arquitectónicas clásicas. El artista se volvió muy admirado cuando el rey de Baviera, Luis I, le compró en 1859 la segunda versión de Pan im Schilf, 1857, una obra que describe a Pan –mitad hombre mitad animal, semidiós de los pastores y rebaños en la mitología griega– en reposo “entre los juncos”.
Se sabe que su viaje en 1860 a Pompeya, para ver los prodigiosos frescos romanos, lo indujo a comenzar a incluir aspectos de la historia clásica en sus obras […] Entre 1874 y 1885, vivió en Florencia. Ya era un reconocido e influyente artista entre los creadores de lengua alemana cuando, a los cincuenta y tres años, comenzó a pintar las cinco obras de la serie La isla de los muertos, que en sus comienzos carecía de título. El paisaje de la pintura no aparece como una imaginaria o fiel representación de la naturaleza sino como un turbador sentimiento metafísico. Invita a la introspección, a aprehender lo inasible a través de la experiencia estética. Incluso, alcanza a sumergir al contemplador en la angustia por no poder descifrar lo inabarcable. Al igual que los poetas simbolistas, el artista se aleja del realismo y expresa lo místico y lo hermético a través de imágenes reconocibles de objetos tangibles que privilegian lo subjetivo y lo simbólico, aunque aparecen como descriptivos.
La presencia del tema fúnebre se muestra claramente en la serie pintada entre 1880 y 1886 y se repite en cualquiera de las interpretaciones que se brindan desde la historia del arte sobre La isla de los muertos. Desde su título, ya los datos saltan a la vista. El féretro –en la versión de la Alte Nationalgalerie se encuentra cubierto con un lienzo blanco adornado con guirnaldas oscuras– y los cipreses, tan asociados a los cementerios, no dejan lugar a duda.
La simétrica composición posee una atmósfera de serenidad y silencio pero la paz no aparece necesariamente como un valor entendido. La melancolía es inevitable en este camino hacia lo desconocido, que causa un efecto perturbador en el espectador. Es el viaje de un bote tripulado por un remero, con una figura erguida que mira en dirección al islote y lleva a sus pies el cajón acomodado de manera transversal. No se sabe si es una silueta femenina o es la de un sacerdote o monje que, envuelta totalmente en una túnica blanca, va a oficiar una ceremonia de despedida. Se dirigen hacia la pequeña isla dejando tras de sí una suave estela en el sombrío y quieto mar en el que se reflejan, tanto la inmaculada efigie, como unas formaciones rocosas iluminadas por los resplandores del atardecer. ¿O es un amanecer? Las arcaicas y escarpadas rocas terminan en acantilados y en sus laterales internos y externos aparecen excavados casi una decena de pórticos o grandes miradores que, posiblemente, sean cámaras mortuorias sin identificación. Además de estas tumbas o nichos se ven algunas columnas esculpidas y unos escasos muros que encierran lo inaprensible.
La pintura sitúa a la barca a punto de llegar a la costa, donde también se divisan unos escalones y tapias que resguardan a la isla de las mareas altas; después, la oscuridad impide ver hacia dónde conducen los peldaños. Detrás del embarcadero, mágicamente, surge en el centro un grupo apretado de lóbregos cipreses verticales en semicírculo, casi tan o más altos que las rocas. La arboleda parece estar allí desde tiempos inmemoriales, ocupa la casi totalidad del islote y no permite discernir si hay algo detrás del tupido conjunto. ¿Qué esconde la isla? ¿El edén o el abismo?
No es posible saber si la silueta principal está cabizbaja o dirige su mirada hacia algún punto en especial absorbiendo de un vistazo el contorno de la isla, ahora solitaria, pero con trazas de anteriores presencias humanas o, quizá, divinas. La embarcación está viajando en dirección a la isla y no partiendo de ella. Conviene subrayar este detalle ya que la duda surge a propósito de la posición del remero que pareciera estar ubicado como para remar alejándose de la orilla, pero el movimiento del agua indica lo contrario. El bote se dirige a la isla.
Los rostros no se ven. Las figuras del cuadro están de espaldas, como muchos de los personajes de las pinturas del maestro del romanticismo Caspar David Friedrich, contemplando sublimes paisajes envueltos en la bruma, o como los “padres y niños” de las obras del artista argentino contemporáneo Roberto Aizenberg que, meditativos, examinan o imaginan distintos parajes inverosímiles: ¿son efectivamente padre e hijo? En Aizenberg, las pequeñas siluetas se encuentran solitarias y empequeñecidas ante los dominantes cielos transparentes, que alcanzan una atmósfera mística. En La isla de los muertos las figuras tampoco son las protagonistas. La mirada del espectador es interpelada por las tumbas, los cipreses, las rocas, el mar, lo indescifrable. Las aberturas en la roca subrayan un umbral físico pero también una puerta espiritual de extraordinaria extrañeza. Piedras y árboles, cielo y agua, componen esta escena casi onírica cargada de presagios. Presentan una travesía con un halo enigmático que anuncia emociones contradictorias; quietud e inquietud, paz y ansiedad se dan la mano.
Es difícil precisar si la pintura representa la soledad de la muerte o la celebración de la eternidad. La primera interpretación de la pregnante imagen que se suele ofrecer, casi automáticamente, es que describe al barquero Caronte de la mitología griega conduciendo al alma de un difunto al inframundo, al Hades (la morada de los muertos) a través del río Aqueronte. Pero no, el origen del cuadro es otro. Por lo demás, el barquero de esta pintura no puede ser Caronte; aquí, la figura del remero, aparece casi insignificante y se sabe que en el relato mitológico éste es de suma importancia. Tampoco la silueta envuelta en blanco, que acompaña al que yace en el ataúd, puede ser Heracles ni Orfeo (los vivos que lograron llegar al Hades).
Estado de ánimo y espacio de incertidumbre, La isla de los muertos es verdaderamente “un cuadro muy silencioso […], una imagen que produce tal quietud al ser contemplada que hasta un golpe en la puerta puede ocasionar un sobresalto”, tal como se propuso pintarlo Böcklin, quien en junio de 1880 también le escribe a Marie Berna, aunque algunos afirman que estas líneas fueron para su marchand Fritz Gurlitt: “El pasado miércoles salió el cuadro Die Gräberinsel (La isla de la tumba), así llamada informalmente por el artista en un primer momento] hacia usted. Al verlo, llegará a ser capaz de imaginarse a sí misma introduciéndose en el mundo de las oscuras sombras, hasta que crea sentir la suave y dulce brisa que susurra el mar, de suerte que tendrá temor de perturbar el solemne silencio con una palabra en voz alta”.
Böcklin deja a los espectadores la tarea de desentrañar los secretos de la aún inexpugnable “isla” que, con su persistente misterio, continúa interrogando al ojo del que mira. ¿La formación rocosa insinúa un glorioso paraíso que no se ve o es un lugar de infinito desamparo y aislamiento? El itinerario que describe la pintura evidentemente marca una transición pero es imposible determinar un único sentido y esto forma parte de su atractivo. ¿Qué le espera al pasajero, yaciente y sin vida, de la frágil embarcación: la condena o la salvación?
Cinco variaciones
Mientras sucumbía al magnetismo de La isla de los muertos yo no sabía que había cinco versiones, realizadas entre 1880 y 1886, cada una con su propia historia, con alegorías y pinceladas convincentes, diferentes acentos de luminosidad y variaciones en los detalles de las rocas y la vegetación. Fritz Gurlitt fue quien bautizó a la pintura como La isla de los muertos e instó al artista a realizar varias versiones más, luego de ver el cuadro en su estudio de Florencia, en donde Böcklin estaba instalado desde 1874. La repetición de imágenes y contenidos en sucesivas interpretaciones de un mismo cuadro no es nada nuevo en la historia del arte; Böcklin incluso realizó varias adaptaciones de otras pinturas y personajes. El galerista Gurlitt, que luego fue sucedido por uno de sus hijos, supo darse cuenta instantáneamente del enorme potencial –cumplido con creces– de circulación de la imagen de La isla de los muertos.
Según las distintas reconstrucciones que se conocen de la vida de Böcklin, el artista estaba trabajando en la primera versión –1880, óleo sobre lienzo de 111 x 115 cm, hoy en Kunstmuseum Basel– para su mecenas Günther Alexander, cuando en abril de 1880 lo visitó en su taller Maria Anna Christ, conocida como Marie Berna. Ella le pidió “un cuadro para soñar”. Y al ver en el estudio un paisaje con una solitaria isla en medio del mar –reposando a medio terminar en el caballete– le solicitó a Böcklin que agregara a esa misma imagen una figura vestida de blanco y el féretro en recordación de su primer marido, el financista Dr. Georg von Berna, fallecido de difteria tiempo antes. Böcklin añadió la silueta y el cajón y el resultado le gustó tanto que, en una curiosa operación, él mismo modificó la pintura inicial destinada a su benefactor Alexander, sumándole una similar figura blanca y un ataúd. El artista le escribió luego de completarla y, a sabiendas de que la imagen era muy especial, le dijo que creía que la pintura habría de causar impresión y dejar una marca.
Esta pintura inicial –esta “fantasía que construye un puente mágico permitiendo que cada espectador penetre en la obra” – es “la más calma pero la más rígida”, según detalla el museo de Basilea, que la adquirió en 1920. Es también más oscura, con un cielo parejo y con las rocas –donde se hallan las presuntas tumbas– más bajas y con otras piedras sueltas.
La interpretación destinada a Marie Berna –futura esposa del conde y político Waldemar Graf von Oriola, con castillo en Büdesheim, Alemania– es un poco más pequeña. Es la segunda variación –1880, óleo sobre madera de 73.7 x 121.9 cm– y se encuentra exhibida en el Metropolitan de Nueva York, desde que fue adquirida por la institución en 1926 o 1927. A la derecha, en la parte baja sobre las rocas más chicas, trabajosamente pueden verse las iniciales del artista: “AB”. Se asevera que ésta es su firma y no la señalización o reserva de su propio sepulcro en la isla, como han creído percibir algunos observadores.
En la tercera versión, la de Alte Nationalgalerie –1883, óleo sobre madera de 80 x 150 cm–, que es la que observé primero aquella tarde helada de 1994 en Berlín, también aparecen las iniciales “AB” arriba de una pequeña apertura o tumba lateral alta cavada en la roca a la derecha de la isla. A diferencia de la versión de Marie Berna, en ésta no hay estatua de animal alguno custodiando la entrada a la isla, las rocas son más altas y los cipreses se mecen al viento. El museo informa detalladamente su proveniencia, hasta llegar a nuestros días. Esta versión fue hecha para Gurlitt, su galerista de Berlín y ese mismo año fue adquirida por Cornelius Julius Schön, pasando a pertenecer a Tina Schön-Renz, de Worms, en 1887.
Luego cambió de dueño varias veces más hasta llegar a la Cancillería del Reich en 1940. Las noticias de cómo llegó allí varían. Sí se sabe que cuando volvió a salir al mercado en 1936, fue vendida inmediatamente. Ésta es la misma pieza que aparece en una foto detrás de Adolf Hitler y Vyacheslav Molotov, ministro de Relaciones Exteriores de la Unión Soviética, mientras conversan en la Cancillería en Berlín el 12 de noviembre de 1940, a propósito de la firma del tratado de no agresión entre ambos países. Se especula que la pintura obsesionó tanto a Hitler que éste compró la pieza en 1936 y la colgó primero en Berghof, su casa en la zona montañosa de Obersalzberg, antes de llevarla al nuevo edificio de la Cancillería terminado en 1939. Después de la derrota nazi, del suicidio del dictador y la entrada de las tropas soviéticas en Berlín, el 8 de mayo de 1945, la pintura se esfumó. Se presume que fue trasladada a Moscú; estuvo desaparecida hasta 1979. A causa de esto, cuando visité la entonces Berlín Oriental –en 1974– no recuerdo haber visto La isla de los muertos en ninguno de los museos abiertos de la Museumsinsel; es que la pintura nunca estuvo en ese sector de la ciudad.
En 1980, se descubrió que la obra se hallaba nuevamente en una colección privada de Berlín y fue adquirida con la ayuda económica de Die Stiftung Preussischer Kulturbesitz (Fundación del Patrimonio Cultural de Prusia). Entonces fue exhibida en la Neue Nationalgalerie de Berlín Oeste –diseñada por Mies van der Rohe e inaugurada en 1968– que, junto a la Biblioteca, Filarmónica, Museo de Instrumentos, integra el Kulturforum, cerca de la Postdamer Platz. Sólo a partir de la reunificación del país en 1990, con la consiguiente integración y redistribución de las colecciones estatales, es que la pintura encontró su casa definitiva en la Alte Nationalgalerie donde permanece y puede ser vista, incluso en detalle, a través de la página web del museo junto a las demás versiones. Pero nada reemplaza la presencia del espectador ante la obra, aquí y ahora, para –como escribió el filósofo Walter Benjamin (1892-1940)– percibir su aura, tener una experiencia estética irrepetible, sentir una perdurable emoción ante su singularidad.
La cuarta adaptación de La isla de los muertos –1884, óleo sobre plancha de cobre de 81 x 151 cm– desapareció durante la Segunda Guerra Mundial y habría sido destruida durante un bombardeo a Rotterdam. Su itinerario está documentado: fue comisionada por el berlinés Victor Benary, adquirida por el banquero y coleccionista Barón Heinrich von Thyssen en 1926 y exhibida en su banco en Berlín y en el castillo Rohoncz en Lugano, Suiza. Sobrevive en una fotografía en blanco y negro de autor desconocido.
La quinta pieza –1886, óleo sobre madera de 80 x 150 cm– fue encargada por el Museum der Bildenden Künste, Leipzig, donde actualmente se exhibe y forma parte de su patrimonio. Posee más aberturas o tumbas y, en vez de un muro para contener el agua, tiene rocas apiladas más altas con estatuas de leones sobre las dos columnas que enmarcan la entrada a la isla.
Así, las cinco versiones difieren levemente entre sí. La ubicación del bote y la figura blanca es distinta y la ornamentación del féretro, la vestimenta y aspecto de los remeros también. La cantidad y ubicación de las cámaras mortuorias varía. Hay un embarcadero en las ulteriores, cuando en la primera sólo se entrevé la playa. Las tres representaciones posteriores tienen cielos más claros y rocas más altas. Pero todas sugieren lo oculto y lo desconocido, una aparente tranquilidad y la mudez de la muerte.
En la serie de La isla de los muertos Böcklin volvió a trabajar con las mismas sugerentes tramas –la isla, los cipreses, el final, el mar, la travesía, la promesa de nuevos mundos– que ya había utilizado en pinturas anteriores como Bergsee mit Möwen, 1847 (Lago de montaña con gaviotas); See im Chamonixtal, 1847 (Lago en el valle de Chamonix); Villa am Meer, 1864 (Villa junto al mar). El artista sugería que, así como es tarea de la poesía expresar los sentimientos, la pintura también debe provocar. “Un cuadro debe dar al espectador tantos temas de reflexión como un poema y debe causar el mismo tipo de impresión que una pieza musical. ¿Quién puede anticipar el efecto de la música antes de haberla oído? La pintura debe impregnar el alma de la misma manera y, cuando no lo haga, no será más que una pieza de artesanía sin cerebro. No hay fin para la poesía de lo bello”.
Tan famosa como la muerte
[…] Al norteamericano Clement Greenberg, uno de los críticos más influyentes del siglo XX, el trabajo de Böcklin le parecía deplorable. En 1947, escribió en la revista The Nation que, en general, su obra “es una de las expresiones más consumadas de todo aquello que actualmente es detestado de la última parte del siglo XIX”. Pero lo cierto, es que coincido con el también prestigioso crítico de arte Robert Hughes en que, “aunque teatral”, La isla de los muertos “permanece como una de las imágenes canónicas de la poética de la muerte del arte de todos los tiempos”, tal como escribió en 1981, al reseñar en el semanario Time una muestra de maestros alemanes, o de habla alemana, en el Metropolitan de Nueva York, A View of the Infinite (Una vista del infinito), que incluyó al suizo Böcklin.
Desde su aparición a fines del siglo XIX, La isla de los muertos tuvo una instantánea repercusión en todos los ámbitos; reyes, comerciantes, intelectuales, la admiraron. Fue una de las pinturas favoritas de su tiempo y se volvió tan popular como lo fueron Das Flötenkonzert (El concierto de flauta), 1850-1852, y Der arme Poet (El poeta pobre), 1839, de los alemanes Adolph Menzel y Carl Spitzweg, respectivamente. El poeta Max Halbe –citado por el Metropolitan– comentó que, a fines del siglo XIX, “no había casa de clase media donde faltaran los paisajes de Böcklin”, tanto imprecisas reproducciones color y estampas adaptadas libremente de los originales como los grabados autorizados de la tercera versión hechos, en 1890, por el artista Max Klinger, a pedido del marchand Gurlitt. La editorial Bruckman monopolizaba las ediciones autorizadas de La isla de los muertos, según recordó el escritor e influyente crítico de arte Fritz von Ostini en su monografía sobre el artista publicada tras el fallecimiento de Böcklin. Las postales con esa imagen fueron muy difundidas entre los soldados alemanes que, durante la Primera Guerra Mundial, las utilizaron para escribir a sus familias desde el frente.
En un texto sobre el robo de la Mona Lisa o La Gioconda, 1503, ocurrido en 1911, Guillaume Apollinaire –acusado y arrestado por esa causa durante un par de días, ya que el poeta había dicho que había que quemar la obra– sostuvo que La isla de los muertos, entre otras, era tan famosa como la pintura de Leonardo Da Vinci. En ese momento, ésta última acababa de ser sustraída del Museo del Louvre por el italiano Vicenzo Peruggia. Al momento de la adquisición de la obra en los años veinte del siglo pasado, el pintor y curador del departamento de pintura del Metropolitan, Bryson Burroughs, escribió que la de Böcklin era “quizá la obra de arte alemana más conocida desde el siglo XIX”. Presumo que una fracción de la notoriedad de esta pintura se debe a que el enigma de ese tránsito es tan revulsivo como atractivo […]
Quizá otra razón de la popularidad de esta obra de Böcklin sea la fe en la vida eterna luego del final terrenal. Quizá la pintura sea vista como símbolo de esperanza para los que profesan alguna religión, para los que sostienen que Cristo resucitó entre los muertos y el alma de los difuntos regresará a la casa del Padre, que creen que los justos van al Paraíso, que confían que los íntegros suben o parten hacia un plano diferente.
La pintura retrata un duelo íntimo, no colectivo. ¿Es la descripción de “la bella muerte” romántica? ¿Es –tal como señala Philippe Ariès en El hombre ante la muerte– la lícita expresión de un dolor enfático, incluso histriónico, que se expresa a partir del romanticismo? ¿Es un consuelo? Es posible. George Steiner pensaba que “por su ritualizada negación de la muerte, por su lírica certidumbre de imperecedero recuerdo y evocación, el pathos romántico estaba concebido para ayudar a los dolientes, para respaldar la soledad de la viuda y el huérfano con la compartida convicción de la trascendencia”.
La obra es la exaltación del aislamiento, quizá como el que acompañaba al artista en sus caminatas por las montañas cuando tenía veinte años. ¿La pintura es tan magnética porque, antes que certificar el fin de todo, crea una atmósfera donde el deceso aparece como rito de pasaje? ¿Promete la entrada a la inmortalidad? ¿Ofrece el preludio de un reencuentro? Aún antes de mediados de 1880 –el mismo año en que inició la serie y murió su padre– la sensibilidad del artista en relación a este tema, seguramente fuera acentuada por el fallecimiento –durante su infancia– de seis de sus once hijos. Precisamente, una de sus hijitas fue enterrada en Florencia en el Cementerio de los Ingleses, que quedaba muy cerca de su estudio. Es uno de los lugares que suele citarse como el paisaje que dio origen a la imagen de La isla de los muertos. ¿Será por el conjunto de altos cipreses?
El museo berlinés sugiere que [Böcklin] recreó el cementerio San Michele de Venecia o que se inspiró en la isla volcánica de Ischia con su famoso Castillo Aragonés o Castello Alfonso, al norte del maravilloso y azul golfo de Nápoles. Aunque la isla no se parece tanto a la imagen lograda por el artista, la mención de Ischia se relaciona con la temporada que Böcklin pasó allí con su esposa e hijos, en otoño de 1879, cuando estaba impedido de trabajar a causa del fuerte reuma que padecía en el hombro derecho.
Cerca de Corfú se encuentra el islote de Pontikonisi, con una capilla rodeada de cipreses, que bien podría ser el paradigma seguido por el artista. El historiador de arte húngaro Zoltán Magyar señala que la casi secreta isla Sveti Juraj (San Jorge) de Montenegro, en la bahía de Kotor cerca de Dubrovnik (Croacia), –con su iglesia, abadía benedictina y cementerio rodeados de vegetación, entre la que se cuentan cipreses– es el modelo de la pintura de Böcklin. Entre otros, se suelen mencionar también como lugares de inspiración ciertos costados de la isla Procida, junto a Nápoles; seguro que en su tiempo había menos casas y no eran de colores, como ahora.
Desde Ischia, Böcklin visitó a Richard Wagner en su villa del histórico y residencial barrio de Posillipo en Nápoles, respondiendo a la invitación de Cosima Wagner. Al artista no le gustaba la música de Wagner, ni tampoco el músico le cayó bien personalmente. La visita no dio frutos ya que no establecieron una buena comunicación. Böcklin se negó a crear escenografías para las óperas del ya por entonces famosísimo compositor, que fallecería tres años después de la entrevista.
Otra de las críticas que apuntaban al artista a principios del siglo XX, cuando los impresionistas franceses establecían el tono en las artes visuales, era su presunto sentimiento “germánico”. Suizo de lengua alemana, Böcklin realizó parte de sus estudios en Alemania. Es indudable que su sentida aproximación a la naturaleza y su gusto por lo sobrenatural lo vinculan al romanticismo pero también es innegable que la más cálida Italia, donde vivió durante años, tuvo un gran influjo sobre muchas de sus composiciones. Ciertamente, algunos trataron de ver en sus obras el florecimiento del “alma germánica” que habría de cumplir con su “destino de grandeza”.
Sin embargo, es un hecho que el artista estaba al margen de esas especulaciones, pasibles de ser manipuladas políticamente. Asimismo, la ya mencionada predilección de Hitler por la obra de Böcklin, especialmente por La isla de los muertos, no contribuyó a la mayor gloria del artista, aun cuando éste nunca haya interactuado con el asesino. Es preciso recordar que Böcklin murió en 1901 y se había convertido en polvo hacía rato antes de que Hitler comenzara a coleccionar sus trabajos; llegó a ser dueño de once y, entre ellos, como ya señalé, la tercera variación de la magnética obra. Pareciera que la admiración por el suizo Böcklin fue un gusto personal del líder nazi y no una política de estado. No se registra la intención de reivindicarlo ni de sumarlo al nuevo orden estético y cultural del régimen nacionalsocialista, como lo hicieron sus secuaces en otros países con artistas de lengua germánica y como trataron de hacerlo con Rubens o Rembrandt en Holanda.
Múltiples citas
A partir de mi encuentro con La isla de los muertos la comencé a ver por todos lados, en citas y apropiaciones. La música, la literatura, el cine, las artes visuales encontraron inspiración en alguna de las presentaciones ligeramente disímiles de esta icónica pintura. La historieta y la animación digital, así como algunos videojuegos, también tomaron la imagen de la isla que fue incluida en obras de Milo Manara, Giancarlo Berardi, Gipi (Gian Alfonso Pacinotti), entre otros.
Apenas habían pasado diez años de su creación y La isla de los muertos ya inspiraba a Heinrich Schülz-Beuthen en 1890 a componer el poema sinfónico del mismo nombre, al igual que a Andreas Hallén en 1898 y a Sergei Rachmaninoff en 1909. Antes, Hans Huber le había dedicado la segunda sinfonía Böcklin-Sinfonie (1900). Luego, Felix Woyrsch la homenajeó en Drei Böcklin-Fantasien für großes Orchester, 1910 (Tres fantasías de Böcklin para una gran orquesta). Max Reger compuso Böcklin Suite (1913) y su discípulo Fritz Lubrich también le dedicó un poema tonal. Asimismo, la imagen fue utilizada por la banda sueca Arcana en la tapa de uno de sus álbumes, además de aparecer en uno de Harald Blüchel, que también se llama La isla de los muertos.
Es probable que, tal como afirman la abundante literatura sobre la obra y algunos estudios de psicología, Carl Gustav Jung haya analizado la pintura a propósito de un caso en 1908 y que Sigmund Freud, intrigado por el artista, desplegara una litografía de la pintura en la pared de su estudio. Asimismo, se sabe que Freud utiliza ejemplos artísticos para Las Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-1917), que ilustran aspectos de teoría psicoanalítica a los legos, y que en el coloquio XI se explaya sobre la obra de Böcklin. Incluso, en La interpretación de los sueños, al enumerar algunos propios, Freud escribe: “Veo a un hombre sobre una escarpada roca en medio del mar. Todo ello a la manera pictórica de Böcklin”.
Aún hoy puede verse una litografía, de la versión de Leipzig, en el living de París de Georges Clemenceau. En el caso de Vladimir I. Lenin, es bien sabido que en una conocida fotografía de su cuarto alquilado de Zürich se aprecia una versión gráfica de La isla de los muertos; aunque quizá los que la desplegaron hayan sido sus caseros.
Rainer Maria Rilke se interesó por el trabajo de Böcklin, Gabrielle D’Annunzio dispuso los cipreses de su jardín según el orden en el que aparecen en la pintura y el poeta suizo Conrad Ferdinand Meyer le manifestó al artista que deseaba morir, aunque más no fuera, junto a una reproducción. La lista de escritores que mencionan la obra implicíta o explicítamente se agranda con Heinrich Mann, Vladimir Nabokov, Friedrich Dürrenmatt, Herman Hesse, J.G. Ballard, Roger Zelazny, cuya novela de 1969 se llama Isla de la muerte, Thomas Lehr, Bernard Cornwell, Lena Falkenhagen, Amado Nervo, entre otros. En uno de los capítulos de la versión original de Platero y yo, 1914, Juan Ramón Jiménez cita también al artista en dos ocasiones. En el capítulo “La fuente vieja” dice: “…casi se podría coger de ella en la mano, como su agua, el caudal completo de la vida. La pintó Böcklin sobre Grecia…”. Luego, en la estampa dedicada a “El molino de viento”, el narrador le dice a Platero: “…creí ver ese paraje, encanto de mi niñez, en un cuadro de Courbet y en otro de Böcklin…”. La gran fama del artista cruzó el Atlántico. Rubén Darío escribió Visiones de Böcklin en 1899 o Poemas de arte. Böcklin, como los volvió a titular en 1914. Son cinco composiciones en prosa dedicadas a sendas obras del artista y la primera está consagrada a La isla de los muertos. Dice: “¿En qué país de ensueño, en qué fúnebre país de ensueño está la isla sombría? En un lejano lugar donde reina el silencio. El agua no tiene una sola voz en su cristal, ni el viento en sus leves soplos, ni los negros árboles mortuorios en sus hojas: los negros cipreses mortuorios, que semejan, agrupados y silenciosos, monjes-fantasmas. (…) La lámina especular de abajo refleja los muros de este solitario palacio de lo desconocido”.
Existe la tipografía Arnold Böcklin diseñada en 1904 por Otto Weisert, con formas redondeadas estilo art noveau, y es la misma apropiada en los años sesenta por la cultura hippie y por ilustradores como Roger Dean en los años setenta; actualmente el artista stuckista Paul Harvey –el Stuckism es un movimiento que promueve la pintura figurativa, fundado en 1999 para contrarrestar al arte conceptual– suele emplear también este tipo de letra en sus pinturas.
El cine también abrevó en la desoladora e intrigante pintura. Val Lewton utilizó su título e imaginería en la película de terror La isla de los muertos (1945), con Boris Karloff, así como en una escena de la anterior Yo anduve con un zombie (1943). Norman McLaren realizó en 1946 un film animado llamado Pequeña fantasía sobre una pintura del siglo XIX centrado en la canónica imagen. Entre las influencias que se perciben en El afinador de terremotos, de Stephen y Timothy Quay, está el recóndito islote. La isla de los muertos aparece, colgada en el Metropolitan, como marco de una escena de la detectivesca The International (2009) de Tom Tywker, con Clive Owen y Naomi Watts; aquí conocida como The International: dinero en la sombra. La referencia es clara en la versión de 1981 de Furia de titanes, de Desmond Davies. Considerada por August Strindberg como una de sus pinturas favoritas, La isla de los muertos fue utilizada por el dramaturgo y pintor en el telón de cierre de La sonata de los espectros (1907).
En cuanto a las artes visuales, cuando a Duchamp le preguntaron cuál era su artista favorito, sostuvo, no se sabe si en serio o en broma, que Arnold Böcklin había tenido una influencia mayor en su trabajo. Sin embargo, la pintura sin duda repercutió en la obra de Edvard Munch, Giorgio Di Chirico, Max Ernst y en la de muchos surrealistas. Su imagen y atmósfera se detecta en la trayectoria de Salvador Dalí, quien homenajeó al artista suizo con, entre otras pinturas, La imagen real de la isla de los muertos de Arnold Böcklin en la hora del Ángelus, 1932; lo mismo que H.R. Giger, quien recreó una versión en su Hommage à Böcklin, 1977.
Nota de edición: Fragmento de Victoria Verlichak, Una imagen para soñar, Ediciones Arte x Arte, Buenos Aires, 2023.
* Victoria Verlichak es periodista, crítica y escritora. Premio Konex 2017. Publica en las revistas Noticias, Arte al Día, ArtNexus y D&D. Autora de los libros Die Toteninsel. Una imagen para soñar, Aizenberg, Martha Peluffo. Esta soy yo, Marta Traba. Una terquedad furibunda, El ojo del que mira. Artistas de los Noventa, En la palma de la mano. Artistas de los Ochenta y una decena de libros en colaboración.
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