Cultura
“Relatos prohibidos”: una experiencia con los objetos de la muerte
En la Sala Fernando Arrabal, inaugurada en la antigua sede del Hospital de Clínicas, se presentó “Relatos prohibidos”, obra de teatro experimental interpretada por Víctor Sosa Traverzzi y dirigida por Nelson Arce. Inspirada en ideas de la no-representación de Tadeusz Kantor, la pieza propone al espectador una experiencia incómoda y sobrecogedora que gira en torno a la censura, el control y el disciplinamiento social para con los artistas.
Escena de "Relatos prohibidos" © Dani González. Cortesía
Ya al ingresar en horas de la noche a las viejas instalaciones del hospital, no puedo evitar pensar que marcho al encuentro de algo sórdido e inesperado. Ingreso en una sala casi a oscuras, en la que flotan sonidos que enrarecen el ambiente. Me siento entre personas tan expectantes como ansiosas, y comienzo a desentrañar formas y siluetas que, lentamente, configuran un remedo de escenario, las ruinas de una realidad, los bosquejos de un cuadro deliberadamente abortado.
De piolas cuelgan fotografías y toscas fotocopias que solo más tarde identifico como documentos que consignan empecinados informes de vigilancia, recomendaciones de prisión y castigo a estudiantes y artistas cuyo recuerdo se desvanece en la noche stronista.
Hay estantes, butacas y mesas de trabajo sobre las cuales se han montado focos parpadeantes, dispositivos de video y sonido, alguna computadora vibrante. Hay un bulto grande, cubierto con una tela, que deja escapar un rumor inquietante y que más tarde se revela como un recipiente que resguarda a un enjambre febril de hormigas.
Lo que más me impresiona es un maniquí maniatado a una silla, con los ojos vendados y un extraño resplandor que me hace pensar en la idea de la muerte impersonal, sistemática, producto de la gestión burocrática de fuerzas del orden público.
La intermitencia de luces y sombras genera desasosiego. Entonces comienzan a golpearse, una tras otras, las puertas que se adivinan en el fondo, y emerge el hiperactivo personaje encarnado por Traverzzi. Pronto descubro que es un eficiente operador de una serie de dispositivos de control y vigilancia: grabaciones de discursos radiales denunciando a “jóvenes artistas subversivos”, “influencias foráneas, marxistas y ateas”, fugaces imágenes que, proyectadas en las paredes, recrean fotografías del pasado que pugnan por materializarse en el presente, ruidos estridentes y destellos violentos.
A su manera, este hombre, pese a estar en extremo concentrado en sus labores, casi sin permitirse el más mínimo desahogo, me relata fragmentos de una época, o se los relata a sí mismo, justificando, tanto moral como ideológicamente, la supresión de elementos peligrosos para el sistema que él, desde esa cabina, protege oprimiendo botones, corriendo de aquí para allá abriendo o cerrando compuertas, repasando en voz alta archivos, informes, dictámenes, recortes de prensa.
El operador es limpio y perfectamente lúcido en la ejecución de los ritos que demanda el mecanismo de control de artistas que, como fantasmas sonoros, intentan escabullirse del ojo que, mediante un dispositivo tecnológico, se dibuja nítido y engrandecido en una pantalla al costado del público. Su parpadeo, insistente, casi ubicuo, me revela, de golpe, que comencé a formar parte de una estructura, un panóptico hasta ahora inadvertido, oculto, y del que ya no podré salir sin terminar de ver cómo los resortes de la represión se movilizan persiguiendo lo distinto, lo disidente, lo inadaptado.
El personaje ―que, por cierto, carece de nombre, por lo que solo puede definirse por la función que realiza, por el cargo que ocupa en el Estado autoritario― también se muestra aplicado y persistente en perfeccionar sus métodos, su técnica tenebrosa, y hasta interactúa con el público con ánimo didáctico, como invitando a cualquiera a manipular las palancas del control de cierta parte de la comunidad artística ―pues existe otra, complaciente con el poder, que él celebra como ejemplar―. No es casualidad que, en un momento dado, ante el aumento inusitado de la “carga de trabajo”, se le una un obtuso, pero leal asistente (Cristian Gómez), cuya pelada brilla con fulgor de espanto. El operador, ahora devenido jefe, instructor y maestro, repite al aprendiz parlamentos que sintetizan una ideología de poder, de dominación. Le advierte de peligros y amenazas. Lo persuade de la nobleza, pero, sobre todo, de la necesidad histórica, de la tarea que realizan, aunque haya días o noches en los que parezca insignificante: capturar una cucaracha, exorcizarla con fórmulas patrióticas y luego pisotearla. El asistente vacila, es torpe, comete errores, es corregido en sus maneras por el otro, que le muestra cómo se debe leer un libro, qué páginas deben ser arrancadas sin excusa y quemadas ante un público ya desfigurado por tantas minúsculas represiones que, a la sazón, van consolidando un sentimiento de opresión.
Cuando el discípulo, que habrá de suceder al maestro, se vuelve digno en sus competencias, cuando alcanza la porfiada habilidad de reproducir discursos y prácticas de anulación del otro -esas víctimas aún desaparecidas en las vagas estelas de sonido que atraviesan la sala-, la jornada concluye como un ocaso sangriento. El operador, conmovido por el éxito de la empresa y el aprendizaje del subalterno, lo recompensa con alimento, y hasta se regocija al verlo engullir esas sobras, emulando a un perro agradecido. Tras acariciarle la cabeza, el operador apaga las luces y se va a dormir a su covacha. Sin embargo, aunque por un instante prima la calma, presiento que el gran ojo que atraviesa cada rincón del espacio permanece abierto y vigilante. También las paredes, pienso, mantienen alertas las orejas, prontas a capturar cualquier conversación indebida.
Días después, todavía estremecido, doy con Traverzzi. Quizás, queriendo en vano racionalizar una experiencia indecible, le lanzo unas preguntas, del mismo modo que su personaje, en un descanso de sus “actividades profesionales”, arroja dardos a un blanco en la pared.
― Relatos prohibidos se originó en una investigación del Archivo del Terror. ¿De qué manera influyó esa base documental en la génesis de la obra? ¿Cómo fue el proceso?
―Con Nelson Arce nos preguntamos cómo se daba el control social en el arte en épocas autoritarias. Y nos pareció interesante ver qué registros había sobre el tema en los archivos secretos de la policía stronista. Encontramos bastantes informes sobre la vigilancia que se realizaba en el ámbito del teatro, festivales populares, programas de radio, poesías y, en general, cualquier manifestación del pensamiento. Por ejemplo, encontramos que la Cuarta Comisión de Medios de Comunicación, encabezada por el diario Patria, sugería denunciar a “los grupos seudoculturales, artísticos y científicos”, así como a aquellos que, a través de las artes, buscaban “nuevas formas de expresión renovadoras”. Nos topamos con muchos archivos similares, por lo que decidimos utilizarlos para dejar que el terror se narrase a sí mismo.
―Además de buscar recuperar la memoria de la persecución a artistas, la obra es una propuesta muy marcada por la experimentación y el concepto de “artes vivas”. [1] ¿Qué busca generar la puesta en el público?
―Lo que buscamos es afectar al espectador por medio de imágenes y operaciones. No tratamos de construir un sentido, sino que dejamos que el espectador complete el espectáculo. Procuramos alejarnos del psicologismo y planteamos una “poesía del mecanismo”.
―¿Podrías referirte al aspecto performático de la obra? ¿Cómo ha sido la experiencia de representar a este personaje complejo y contradictorio a la vez que manipula los dispositivos de vigilancia?
―La idea es la “opacidad psíquica” [2], basada en Tadeusz Kantor [3]. De lo que se trata es de no representar personajes, sino de que el actor se encuentre en su “ser fenoménico”, sin procurar reproducir una realidad paralela artificial. Para que la ficción aflore en la cabeza del espectador, el actor lo sumerge en la acción real. Por ello, no ocultamos los mecanismos ni las fallas del mismo. Al principio, Nelson empezó a construir el espacio que se dio desde la habilitación de la Sala Fernando Arrabal, bautizada así en honor al dramaturgo español, uno de los fundadores del teatro pánico. A partir de ahí fuimos construyendo la espacialidad y fue conformándose una especie de “laboratorio del control social”, en donde concebimos las operaciones y su puesta en marcha, que conjuntamente activamos con el espectador.
―¿Cómo fue la experiencia de trabajar bajo la dirección de Nelson Arce? ¿De qué forma orientó la dramaturgia, sobre todo tomando en cuenta que mucha de la performática que desplegás en el escenario es libre y, por momentos, improvisada?
―Como actor, trabajo con Nelson Arce desde el montaje de El cementerio de automóviles (2014), de Fernando Arrabal, Misión cumplida (2021), de Santiago Filártiga, y el semillero de artes vivas realizado en Casa Karaku durante este año. Fruto de nuestras conversaciones nació la idea de montar algo experimental sobre el control social. Fue un trabajo muy fructífero desde todo punto de vista. También tenemos la idea de escribir un artículo de investigación sobre la experiencia entre teatro, política y memoria, con la colaboración de la doctora Sarah Cerna.
―¿De qué manera la obra se inspira en el teatro de Tadeusz Kantor?
―Se inspira en su noción de “anexión de lo real” [4], que implica escenificar la realidad desde la realidad misma. Kantor rompe con la sacra-mentalización de la obra de arte. En su concepción teatral no se oculta el mecanismo escénico, pues la idea fundamental de su teatro es la de “usar la realidad” en el arte, y no representarla.
―Uno de los momentos más impactantes de la obra es la escena en la que se representa el panóptico de Michel Foucault mediante el empleo de cucarachas reales. ¿Podrías hablarnos de esta experiencia? ¿Cómo interactúa con el público?
―La idea nace a partir de un gesto que venía haciendo, llamado La máquina viscosa. En esa performance utilizaba cucarachas muertas. En esta ocasión contacté con Héctor López, un profesional dedicado a la cría de cucarachas para fabricar balanceados de animales. Gracias a su colaboración, tuve la oportunidad de trabajar con un verdadero enjambre, mediante cuyo sacrificio en escena buscamos hacer una analogía con la maquinaria de control que funcionaba en Paraguay durante el stronismo. El hecho de trabajar con animales vivos ya impresiona bastante, en especial tratándose de cucarachas, porque, en la sociedad occidental, siempre se las ha asociado con una parte de la animalidad de bajo rango.
Notas
[1] El concepto de “artes vivas” fue gestado por el artista, actor y director de teatro colombiano Rolf Abderhalden, quien se propuso combinar distintas disciplinas y explorar los posibles cruces híbridos que componen las artes escénicas: teatro, música, danza, literatura, antropología, plástica, entre otras.
[2] En el teatro de Kantor los personajes carecen de individualidad psicológica y de nombre, pues se definen en relación con el rol que ejercen, algún objeto que portan, o el lugar que ocupan dentro de la materia escénica presentada sin fábula ni confluencia hacia un sentido narrativo. Aun sus diálogos son solo retazos repetidos en virtud de su musicalidad, y no de un hilo discursivo. En este sentido, su modelo actoral es el muñeco, la marioneta.
[3] Tadeusz Kantor (1915-1990) fue un dramaturgo, escenógrafo y director teatral polaco. Aunque inicialmente influido por el arte vanguardista, desarrolló más tarde un estilo de dramaturgia más personal, que se sintetizó en el denominado “Teatro de la muerte”, el cual aniquila cualquier manifestación de acción para que la materia escénica tome forma libremente. Así, el teatro de la muerte sería aquel opuesto al teatro de la vida, es decir, el teatro naturalista. Por este motivo, en las obras de Kantor, la realidad teatral no se basa en la noción de mímesis ni en la reproducción de un libreto, sino que carece de ficción, de argumento, de personajes, de desarrollo psicológico. En cierto modo, puede hablarse de un teatro fenoménico, en el que actores, escenario e historia devienen “objetos de rango inferior”: todo aquello despreciado por no ser objeto de arte, pero susceptible de revelarse como tal en un espacio de libertad creativa.
[4] La expresión refiere a una idea fundamental de Kantor, según la cual la obra teatral, en tanto aspira a “objetualizarse” (teatro-objeto), debe constituirse como materia escénica pura, renunciando al mandato de representar algo o servir a funciones ajenas a su propia autonomía.
* Cave Ogdon (Asunción, 1987) es escritor. Ha publicado cuentos y novelas. Algunas de sus obras son Los incómodos (Arandurã, 2015, mención honorífica certamen literario Roque Gaona), Papeles de encierro (Arandurã, 2017), Luz baja (Aike Biene, 2018) y Perros del pantano (Póra, 2021).
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