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Opinión

El Reino de Dios y los bienes materiales

17Se ponía ya en camino, cuando uno corrió a su encuentro y arrodillándose ante él, le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para tener en herencia vida eterna?” 18Jesús le dijo: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino solo Dios. 19Ya sabes los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre”. 20Él, entonces, le dijo: “Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud”. 21Jesús, fijando en él su mirada con cariño, le dijo: “Una cosa te falta: Anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme”. 22Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes. 23Jesús mirando a su alrededor, dijo a sus discípulos: “¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!” 24Los discípulos quedaron sorprendidos al oírle estas palabras. Mas Jesús, tomando de nuevo la palabra, les dijo: “¡Hijos!, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! 25Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de Dios”. 26Pero ellos se asombraron aún más y se decían unos a otros: “¿Quién se podrá salvar entonces?” 27Jesús, mirándolos fijamente, dijo: “Para los hombres, imposible, pero no para Dios, porque todo es posible para Dios”. 28Pedro se puso a decirle: “Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. 29Jesús dijo: “Yo os aseguro que nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, 30quedará sin el ciento por uno: Ahora, al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna.

[Evangelio según san Marcos (Mc 10,17-30) — 28º domingo del tiempo ordinario]

La liturgia de la palabra, cuyo vértice —para este domingo— es el texto del Evangelio de san Marcos, nos plantea dos temas que, si bien no son excluyentes uno respecto al otro, dependiendo de la actitud y de la acción del creyente, están en constante tensión: La búsqueda del Reino de Dios, por un lado, y la conducta ante las riquezas o bienes materiales, por el otro. El texto sigue al episodio de la bendición de los niños y la centralidad de esta figura en el Reino de Dios (cf. Mc 10,13-16).

El planteamiento se aborda cuando Jesús “se ponía en camino” (Mc 10,17a), es decir, en el instante en que se dispone continuar, junto con los discípulos y la gente que le seguía, partiendo de la región de Judea, de la tierra que está al oriente del Jordán (cf. Mc 10,1), cada vez más cerca de Jerusalén, al sur. En este trayecto que se había iniciado en Cesarea de Felipe (Mc 8,27), al norte, Jesús tomó la decisión de “educar” e “instruir” a sus discípulos” como un ministerio específico cuyo objetivo se centraba en la preparación de sus inmediatos colaboradores que, como él, debían afrontar la “vía dolorosa” de la pasión, muerte y resurrección del Señor cuando llegara el momento, en la capital de Israel. Este itinerario educativo de los discípulos se extenderá hasta Jericó (Mc 10,46-52) porque, ya en la ciudad santa, se iniciará la tercera etapa de su ministerio caracterizado por la confrontación con las autoridades políticas y religiosas (Mc 10,1—12,44).

En esta circunstancia, el evangelista narra que “uno” —es decir, “una persona anónima”— “corrió a su encuentro y arrodillándose ante él, le preguntó: ‘Maestro bueno, ¿qué debo hacer para tener en herencia vida eterna?’”. El personaje no pertenece al grupo de “los Doce” sino, probablemente, caminaba junto con el gentío siguiendo a Jesús. Su “urgente” interés, en cuanto que encara un tema soteriológico (“salvífico”) —de absoluta relevancia—  no deja de tener un matiz escolástico por el que el aprendiz desea profundizar en el aspecto pragmático necesario para alcanzar la salvación. Las notas características de su “presentación” actitudinal demuestran interés, sinceridad y deseo de crecimiento espiritual: “Corrió a su encuentro”, es decir, se apresuró en abordarle mostrando prisa y ganas de saber; se “arrodilló”, signo de respeto y de veneración ante el maestro al que demuestra sumisión y acatamiento.

En la verbalización de su interrogativa, el sujeto califica a Jesús como “maestro bueno”, es decir, lo reconoce como un hombre sabio e insigne, con capacidad para pronunciarse sobre un tema tan delicado como fundamental. El calificativo “bueno”, que atribuye al “maestro” —una especie de captatio benevolentiae— no se refiere a la bondad de tipo “moral” (bueno/malo) sino a la excelencia del maestro. Él pregunta “¿qué debo hacer para tener en herencia vida eterna?”. Habla de un “hacer” (poiéō), es decir, no plantea cuestiones de principios ni de teorías sino la dinámica propia de una actividad o conducta considerada necesaria para “tener” o “poseer la vida eterna en herencia” (Mc 10,17b). Él concibe esa pretendida “vida eterna” como una realidad que se puede alcanzar mediante una actividad determinada sobre la que pide que el maestro se pronuncie.

Resultan enriquecedores los conceptos sinonímicos que el evangelista pone en boca tanto del anónimo personaje como en la de Jesús cuando enuncian ideas complementarias entre sí para ilustrar la vida humana más allá de las fronteras del tiempo y del espacio: “Vida eterna” (Mc 10,17.30), “Reino de Dios” (Mc 10,23.24-25) y “mundo venidero” (Mc 10,30). La “vida eterna” (zōē aiōnios) parece referirse, preferentemente, al estado de vida de Dios —en cuanto se encuentra fuera del alcance temporal— a diferencia del ser humano que está indefectiblemente marcado por la caducidad que conlleva el tiempo. La figura del “Reino” o “reinado de Dios” subraya, más bien, al ámbito propio del Creador que en su esfera de dominio promueve valores axiológicamente distintos a los reinados y principados humanos. Aquel se presenta para el hombre como una realidad alternativa que se debe construir ya en la historia mediante actitudes y acciones concretas pero que alcanzará su zénit en la metahistoria. La representación del “tiempo venidero” (en tōi aiōni tōi erchoménōi) se refiere al fin del eón presente y el advenimiento de la etapa escatológica que implica el fin de la historia humana como la conocemos y la llegada de los novísimos o realización plena de las promesas de Dios.

La respuesta de Jesús al planteamiento del personaje anónimo tiene dos partes: En primer lugar, mediante una pregunta retórica, cuestiona el calificativo que le atribuye. El maestro no acepta el epíteto “bueno” (agathós) —“ilustre” o “magnífico”— como una nota que le caracterice a él en razón de que únicamente “el Dios” debe recibir tal adjetivación. El sujeto aludido, al llevar artículo definido en el texto griego (ho theós), no se refiere a Dios, en forma general, sino al Padre (Dios), de modo específico. En segundo lugar, Jesús enumera seis de los siete mandamientos del Decálogo vinculados con las relaciones entre hermanos/as. Pasa por alto uno, el que se refiere al “no desear la mujer del prójimo” (cf. Dt 5,21). Los tres mandamientos relacionados con Dios simplemente no son mencionados (cf. Dt 5,1-15; cf. Mc 12,28-29).

Los seis mandamientos citados por Jesús, a diferencia de la norma no expresada aquí, son actividades concretas. La ley no citada, sin embargo, se circunscribe en el nivel del “deseo” que no necesariamente llega a concretarse. Es difícil saber por qué no la cita, pero, según se puede observar, se puede deducir que este mandamiento permanece en el ámbito de una pretensión cuya ejecución no se proyecta o no se logra. En cinco casos los mandamientos tienen que ver con un mal o daño grave que se causa al prójimo (“matar”, “cometer adulterio”, “robar”, “levantar falso testimonio”, “cometer injusticia”). La privación de la vida del hermano adquiere carácter definitivo en cuanto que se interrumpe de modo abrupto la experiencia de la vida humana, un don de Dios que se debe custodiar y resguardar celosamente. Los otros daños son de carácter moral, patrimonial, sicológico y espiritual (Mc 10,18-19). El último mandamiento citado, “honra a tu padre y a tu madre” (Mc 10,19c), en clave positiva, se refiere al deber de atención y de cuidado al que los hijos están moralmente obligados con sus progenitores en razón de que también ellos fueron sujetos del cuidado paterno y materno en las etapas iniciales de sus vidas. Estas normas del Decálogo, al referirse exclusivamente al ámbito de las relaciones humanas, adquieren un carácter ético, suficientes para acceder a la “vida eterna”.

La respuesta del hombre, que —sin preámbulos— sostiene que “desde su juventud” ha cumplido los mandamientos citados (Mc 10,20), nos permite plantear las siguientes observaciones: El sujeto es un personaje “piadoso”, fiel cumplidor de las leyes recibidas por Moisés en el Sinaí. No se trata de un “converso” o neocreyente que después de una experiencia tumultuosa o una vida entregada al pecado haya cambiado de conducta porque asevera que su fidelidad a las legislaciones mosaicas arranca “desde su juventud” (ek neótētos mou). El texto no dice que sea un “joven” o “joven rico”, como se acostumbra designar a este personaje. Simplemente dice que “desde su juventud” cumple los mandamientos. En consecuencia, ya no era un joven en el momento de su diálogo con Jesús sino un hombre maduro que ya pasó la línea de los años mozos. Hay que observar, al respecto, que se trata una persona honesta, un hombre de bien, un buen ciudadano y un religioso ejemplar.

La reacción de Jesús ante la respuesta del hombre se compone de una acción indicativa de máxima atención (“fijando en él su mirada”) y de una actitud de condescendencia afectiva (“con cariño”). Según parece, al maestro le cayó bien la manifestación de fidelidad del anónimo personaje a las leyes de Moisés (Mc 10,21a). De hecho, esas normas constituían la base de la convivencia en el pueblo de la alianza porque manifestaban la adhesión plena a los preceptos que el gran profeta recibiera en las tablas de la ley. En el Evangelio según san Marcos, que comentamos, no es el hombre el que toma la iniciativa de plantear “qué más le faltaba por hacer” (cf. Lc 18,22) —como sucede en Mateo (cf. Mt 19,20)— sino es Jesús el que la plantea. Además, añade a las antiguas exigencias veterotestamentarias un “mandamiento nuevo” que no forma parte del Decálogo: “Una cosa te falta: Anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme” (Mc 10,21b).

Como se puede observar, Jesús formula una singular exigencia compuesta de varios verbos de acción: “Anda”, “vende”, “da”; “ven”, “sígueme” (Mc 19,21). Se trata de una realidad única que tiene que ver con el “desprendimiento” de los bienes materiales pero que requiere una serie de procedimientos que combina el “despojo” de un tipo de riquezas con el fin de adquirir un nuevo tipo de “tesoro”. Los bienes materiales deberán ser vendidos, lo cual supone una determinada “gestión” (“ir”, en el sentido de buscar quien los compre), “enajenarlos”, “donarlos a los pobres”; y luego, disponerse al “seguimiento” y hacerse discípulo. Jesús habla de “tener un tesoro en el cielo”, es decir, “bienes” espirituales o escatológicos que obedecen a otro orden de cosas que están por encima de las realidades meramente temporales. El maestro no condena los bienes materiales. Lo que positivamente establece —para quien aspira a la vida eterna— es que esos bienes terrenales sean concedidos a quienes realmente los necesitan, es decir, a los pobres o carenciados y marginales de la sociedad. Con esta determinación, advierte, indirectamente, que el apego a las riquezas perecederas constituye un obstáculo para un seguimiento serio de la causa que pregona: La activa participación en la construcción de una sociedad más justa, base y fundamento del nuevo Reino que predica.

La partícula adversativa “pero” (), introducida por el autor, cambió diametralmente la posición del hombre que se había granjeado, inicialmente, la simpatía de Jesús: “Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes” (Mc 10,22). La reacción del hombre es descrita por san Marcos como “abatimiento”, es decir, como un “desánimo” o “apocamiento” que, según se deduce, supuso una notable frustración respecto a lo que pretendía. El verbo griego stygnázō refleja que las palabras de Jesús le golpearon en tal medida que provocó en él un pesar que lo sumergió en la desolación. Grande fue su desconcierto que ni siquiera pudo replicar al exigente maestro. Será el autor del Evangelio quien se encargará de expresar el motivo de su “depresión”. La expresión griega ktēmata pollá (en plural) expresa, sobre todo, la posesión del hombre de una cantidad inmensa de propiedades, es decir, de bienes raíces, fincas y terrenos. Según se colige, se trataba de un acaudalado terrateniente cuyas haciendas se extendían en varias comarcas.

La consecuencia era obvia: “…Se marchó entristecido”. El verbo lypéō, en pasivo, indica que su estado de angustia y congoja provenían de las exigencias de Jesús (“por estas palabras”) porque su anterior situación parecía reflejar a un hombre maduro, seguro de sí mismo, con una autonomía y seguridad fundadas sobre la base de su inmensa fortuna y su fidelidad a las leyes mosaicas. No hay que olvidar, en este punto, que —para la mentalidad judía veterotestamentaria— la posesión de muchos bienes y de riquezas —combinadas con la “piedad”— eran considerados como un signo de la bendición de Dios (cf. Gn 13,2; Dt 8,7.19; 28,1-14; Job 1,10; 42,10; Prov 3,9s; 10,22; 22,4).

Después de la constatación del evangelista que daba cuenta del alejamiento silencioso del hombre rico, se inicia un diálogo entre Jesús y sus discípulos. El maestro comienza su enseñanza con la teorización de la experiencia que acaba de suceder y de la que son todos testigos. Sin ser radical, comienza expresando, sin embargo, la “dura dificultad” (pōs dyskolōs) que implica el acceso al Reino de Dios para quienes poseen y se aferran a los bienes terrenales (Mc 10,23). Aquí Jesús emplea el vocablo chrēma que incluye “posesiones”, “monedas”, “riquezas”, en general. No afirma que sea imposible sino una “persistente barrera”, según expresa la expresión adverbial griega. Resulta relevante, a mi juicio, que Jesús no hable aquí de la “vida eterna” —como lo planteara el hombre rico— sino de “Reino de Dios” porque se puede entrever que el Reino, a diferencia de “vida eterna”, tiene su anclaje en la historia terrenal, en el escenario humano cotidiano. El concepto de “vida eterna” conlleva, más pronunciadamente, la idea de consumación final, más allá de los umbrales del tiempo. Digamos que el Reino se inicia en el mundo con el anuncio de Jesús, se desarrolla a lo largo de los siglos, y alcanza su plenitud en la “vida definitiva”. Por tanto, Jesús está apuntando al ámbito propio de la experiencia humana —la historia— donde se libra la batalla por el porvenir salvífico. Lo que Jesús está proponiendo es la construcción de una sociedad más justa como etapa inicial del Reino.

La reacción de los discípulos ante la enseñanza del maestro fue la “extrañeza”, pues quedaron “sorprendidos” (thambéomai) por las palabras de Jesús (Mc 10,24). Ante el asombro de los suyos, el maestro —subrayando su precedente afirmación— reitera, por segunda vez, con una actitud paternal (llamándoles “hijos”), la dificultad de acceder en el Reino de Dios, sin mencionar, por esta vez, a los ricos (Mc 10,24). La renuencia de los discípulos para aceptar la condición de Jesús delata que también ellos siguen la ideología judía respecto a los bienes terrenales. Jesús, por su parte, da a entender que la dificultad no se circunscribe para quienes se aferran a las riquezas perecederas sino a cualquier otra “atadura” que impida una adhesión plena al Reino. Añadiendo una expresión proverbial confiere a la dificultad de acceso un grado superlativo: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de Dios” (Mc 10,25).

Más allá de encontrar un significado al “ojo de una aguja”, el dicho sapiencial emplea esta figura como una medida no ajustada a las dimensiones de un dromedario con el fin de expresar un considerable obstáculo. Un texto rabínico paralelo habla de lo “imposible que es que un elefante pase por el ojo de una aguja”. Este dicho, semejante al de Jesús, echa por tierra la teoría del bizantino Teofilacto (siglo XI) que explicaba el “ojo de una aguja” con una “puerta”. Tampoco se trata de una “cuerda” (kamilos en vez de kamēlos) según algunas fuentes islámicas (cf. Robert). En otras palabras, Jesús, empleando un proverbio hiperbólico, quiso significar cuanto sigue: Así como es extremadamente embarazoso que un camello pase por el orificio de una aguja, del mismo modo el ingreso de un rico —aferrado a sus bienes materiales— se hace enormemente arduo y complicado porque le resulta embarazoso renunciar a su seguridad cifrada en su dinero.

Ante la reiterada observación de Jesús sobre la dificultad para que un rico acceda al Reino, el narrador eleva el grado de “asombro” de los discípulos que comentaban entre sí sobre la gravedad del asunto, pues si así son las cosas, se preguntaban: “¿Quién se podrá salvar entonces”? Son conscientes de que la enseñanza de Jesús tiene un amplio alcance y, por eso, también ellos se sienten incluidos en la dificultad, porque ya no mencionan solamente a un propietario o persona rica sino se expresan de modo genérico e inclusivo (“¿quién?”). Del mismo modo que Jesús había fijado su mirada en el hombre rico, ahora se concentra en los suyos “mirándolos fijamente” para indicarles que, ciertamente, se trata de una imposibilidad real para las fuerzas y posibilidades humanas, pero no así para Dios para quien todo es posible (Mc 10,27). Naturalmente, Jesús no se refiere a constantes “milagros” que Dios pueda realizar mediante su poder sino a la solidaridad para construir un mundo más justo.

Por último, interviene Pedro, el primero de “los Doce”, con el fin de manifestar que ellos —el círculo íntimo del maestro— “lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mc 10,28), indicando, de este modo, la opción radical del seguimiento apostólico. Jesús, en respuesta a la manifestación de Simón, ampliando el horizonte del discipulado —“nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio”— asegura que serán recompensados con el “ciento por uno”. Esta expresión numérica no indica cantidad sino “valor”. No se trata de dejar todo lo que se ha enumerado, sino que los afectos familiares y apegos terrenales no deben ser obstáculos para el seguimiento y la construcción del Reino (Mc 10,29-30a).

La recompensa parece tener dos momentos: En el tiempo de la historia y en el eón futuro. Durante el devenir de la vida humana, los seguidores de Jesús tendrán, paradójicamente, todo aquello que dejan (“casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio”); es decir, si dejan su entorno familiar por causa del Evangelio tendrán muchas familias más (la comunidad del Reino); si dejan casas y pertenencias, las tendrán más aún en razón de la solidaridad que recibirán. No obstante, no faltarán las “persecuciones”, pues durante la historia, el proyecto del Reino no se realizará sin dificultades porque se prevén acechanzas y oposiciones teniendo presente que contraviene la lógica mundana. En el “mundo venidero”, sin embargo, obtendrán aquello que el hombre rico al principio pretendía alcanzar: “La vida eterna”, es decir, la experiencia de la definitiva comunión con Dios y con quienes han optado por el mismo camino del seguimiento radical en clave de solidaridad y amor al prójimo (Mc 10,30).

En conclusión: El programa del Reino de Dios que Jesús anuncia y testimonia implica la asunción de un sistema de valores que no se corresponde con el nivel axiológico o escala de valoraciones vigente en el escenario humano. En el mundo priman, entre otros fines, la búsqueda y posesión de propiedades y bienes que acaparan el interés y la preocupación del ser humano basado en actitudes y acciones egoístas. El Reino de Dios, por su parte, tiene su propio “tesoro” —de categoría celestial— y que, en la esfera terrenal, se concentra en la justicia y la solidaridad como premisas para la construcción de una fraternidad universal. En consecuencia, aferrarse a las riquezas materiales —u otro tipo de dependencias como el “poder de dominio” y las ideologías— no dejan espacio para la propuesta alternativa de Jesús, pues esta demanda una entrega total de la persona. No se estigmatizan los bienes materiales en sí mismos sino la actitud y la opción ante ellos. Las riquezas del mundo quedan relativizadas por los tesoros del cielo. Los bienes materiales sirven para los afanes de la vida, en especial para los pobres, para que todos alcancen una vida digna.

Cuando la búsqueda de los bienes materiales, su posesión y acaparamiento se tornan la meta de la vida se transforman en un competidor de Dios y deviene en idolatría. Este es el obstáculo enorme con que se tropezó el hombre rico al pretender la “vida eterna” sin desprenderse de las ataduras de sus bienes.

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